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Carolina Cancanilla
A cuatro manos: Los roles entre hombres y mujeres

A cuatro manos: Los roles entre hombres y mujeres

Málaga en verano ·

lalia gonzález-santiago y juan josé Téllez

Domingo, 22 de julio 2018, 00:19

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La revolución femenina hace que se analicen y se remuevan los roles entre hombres y mujeres

Lalia González-Santiago

Chicas, al salón

Conseguir la 'habitación propia', el espacio para una misma, no es suficiente ya, queridas, siento decirlo. Y mira que cuesta tenerlo, y que hace décadas que Virginia Woolf describió la necesidad de lograr ese cuarto en el que no tener que rendir cuentas ni estar al servicio de los demás. A estas alturas, hasta parece que en vez de un logro es una limitación, porque circunscribe el lugar de las mujeres a lo doméstico. Lo que hace falta ahora es ganar el lugar público entre tantos 'señoros'. (Adoro la palabra. Sea de quien sea, le rindo homenaje. La revolución lingüística y semántica que ha traído el feminismo es un caudal de agua fresca que demuestra no sólo la vitalidad de la revolución de las mujeres, también la importancia de la Lengua, por mucho que le pese a mi querido Pérez Reverte, 'señoro' por definición).

Pues hay que dar codazos, como hacen ellos, para salir en la foto y para que se nos escuche en calidad de lo que seamos y aportemos. Es preciso no dejarse achantar por la supremacía masculina en los espacios públicos, hechos a su medida. La mayoría de las veces, las mujeres nos sentimos incómodas, incluso 'impostoras'. Ellos, los que tienen el poder, nos hacen saber de manera clara que si estamos es de paso, como anécdotas, de visita, que no somos más que unas intrusas en su 'club de alegres muchachos', al que nunca perteneceremos. Hay que contarlo para conjurarlo. Quienes nos sentimos así no somos bichos raros, ni es culpa nuestra. Pasa con frecuencia.

«Nosotras estamos atenazadas por el miedo a equivocarnos, sentimos una tremenda culpa si lo hacemos»

El otro día, en los cursos de verano de la Universidad Pablo de Olavide de Carmona, la periodista Pepa Bueno contaba lo que muchas experimentamos. Decimos/escribimos algo y luego llega alguien y se lo atribuye a un hombre. Recordaba que Sol Gallego-Díaz, nueva directora de 'El País', recomienda a las jóvenes periodistas que lleven dos tarjetas, una que diga «no me interrumpas» y otra «eso ya lo he dicho yo». Porque hasta sin querer (y eso es lo peor) los colegas nos obvian. Yo he participado en decenas de tertulias en que mis dos compañeros masculinos se han interpelado entre ellos como si yo no existiera ni hubiera intervenido. Siempre he sentido apuro, como si mi discurso no tuviera valor o fuera inconsistente, a pesar de que no lograba hallar entre los demás esa perla preciosa que debía merecer tanta atención. Pero no soy la única. Lo sufren profesionales de todos los ámbitos, que ya se quejan: Ellos se creen dueños del tiempo y del espacio. Nunca piensan que hablan demasiado. Les basta con media idea que toman y retoman. Por no hablar del 'mansplaining', esa tendencia a explicarte lo que ya sabes como si necesitaras de su infinita sabiduría.

Nosotras en cambio estamos atenazadas por el miedo a equivocarnos, sentimos una tremenda culpa si lo hacemos, pensamos que ocupamos demasiado sitio. No suele ser así, pero si lo fuera, no tendríamos más que una X en la quiniela, es decir el derecho a 'la maldad' del que habló Amelia Valcárcel, a ser tan mediocres como nuestros colegas. Aunque ellos, cegados por su propio y narcisista reflejo, no se den cuenta.

Juan José Téllez

Cleopatra sin carroza

En los domingos de la infancia, solía acompañar a mis padres a ver escaparates. Era un ocio barato: las tiendas cerraban las fiestas de guardar y no había peligro de compra. Allí, nos contemplaban a su vez las maniquíes, aunque yo no sabía que el loco que protagonizaba una canción de Serrat se hubiera enamorado ya de una de ellas. Respiraban un cierto poder de seducción aquellas muñecas envueltas en los mejores vestidos, acariciadas por las sedas parisinas de las primeras boutiques o del prêt-a-porter que empezaba a arrinconar a los sastres y a las modistas, palabras de diferente prestigio para un solo oficio verdadero.

Por aquellos días, no había demasiadas mujeres en los escaparates de la vida pública. Tampoco había muchos negros: exhibíamos al cantante Basilio, o al de Mammy Blue que terminó de vigilante nocturno o a José Legrá como síntomas indiscutibles que la España de Franco no era racista. Ni era machista porque Marisa Medina aparecía en la tele y escribía libros de poemas como Lucía Bosé. Valentina fue la solitaria cuota femenina en el país de los Chiripitifláuticos. Doña Carmen Polo de Franco asolaba las joyerías. Poco más: Massiel en minifalda, la Sección Femenina, Gracita Morales y Florinda Chico, en la gran pantalla. O, en la pequeña, Mercedes Carbó –que ganó el concurso un Millón para el Mejor para dar a conocer la problemática de los disminuidos psíquicos como su hija–.

«En ciertos escenarios públicos las mujeres siguen siendo como aquellas maniquíes que mis padres me llevaban a ver cada domingo»

Lo demás era silencio. No mejoraron las cosas en demasía durante la primera democracia, aunque Pasionaria presidiera la mesa de edad del Congreso constituyente o la Real Academia de la Lengua, para incorporar a la primera académica dos siglos después de su creación, echase a disputar a Rosa Chacel –autora del exilio– y Carmen Conde –del exilio interior–, casi como cuando Clara Campoamor y Victoria Kent se enfrentaron por el voto femenino en 1931.

A escala internacional, en el último tercio del siglo XX, Indira Gandhi gobernaba La India y Golda Meier planeaba en Israel la venganza sionista contra los terribles atentados de la olimpiada de Munich. Contemplándolas a ambas o, luego, a la irreductible Margaret Thatcher, pareciera como si la mujer tuviera que imitar al hombre en el ejercicio público. Frente al feminismo que planteaba una ética y una estética distinta del poder, la Dama de Hierro parecía sencillamente un transexual político que instauró una moda que quizá tuvo mucho de resistencia: la mujer empoderada tenía que ser más dura que el hombre para ejercer su oficio. Así seguimos en las altas esferas: las mujeres de Estado, desde Angela Merkel a Hilary Clinton, desde Soraya Sáenz de Santa María a María Dolores de Cospedal, siguen pareciéndose a Cleopatra, aunque ya no viajen en carroza como en la célebre superproducción cinematográfica que protagonizara Elizabeth Taylor. Aún parecen imitadoras de los césares porque, tal vez, la alta política no tenga género sino una forma altiva de comportarse, la ejerza quien la ejerza.

De la reina abajo, ninguna. Más ministras que ministros, si. Pero, ¿cuántas oficiales superiores en los ejércitos, cuantas mujeres en responsabilidades directivas en los medios trufados de mujeres periodistas? ¿Cuántas de ellas en la cúpula del Ibex 35? En ciertos escenarios públicos las mujeres siguen siendo como aquellas maniquíes que mis padres me llevaban a ver cada domingo.

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