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Las suecas mitológicas

Las suecas mitológicas

«Nos educaron, nos hicieron unos hombres, nos limpiaron los mocos», escribió Francisco Umbral de aquellas mujeres «de París para arriba» que revolucionaron las playas españolas

carlos benito

Domingo, 17 de julio 2016, 00:17

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Durante muchos años, no hubo suecas en los veranos de España. Había españoles y españolas, nada más, y sobrellevaban como podían los calores del estío y también los otros, los de dentro: para ninguno de los dos ardores les daban muchas facilidades, porque aplacarlos habría exigido enseñar más piel de lo debido. Las cosas empezaron a cambiar en los años 50: se creó el Ministerio de Información y Turismo y se abrieron las fronteras como quien abre una puerta de toriles, con ese estremecimiento de expectación y temor antes de ver lo que entra a la plaza. Lo que entró fueron las suecas: mujeres de Estocolmo y de Gotemburgo, de Norrköping y de Eskilstuna, pero también de Hamburgo, Ámsterdam, Helsinki o Londres, porque, en aquella España hambrienta de mundo y carne, Suecia se convirtió en un concepto que iba mucho más allá de lo geográfico.

«De París para arriba todo son suecas», resumió Francisco Umbral en una de sus columnas, donde daba las gracias a aquellas mujeres que «nos educaron, nos hicieron unos hombres, nos limpiaron los mocos» y también nos enseñaron «a hacer el amor sin prisa y a hablar en inglés sin saber inglés». Las suecas, las de Suecia y todas las demás, supusieron una revolución para un país antiguo, pacato, muy temeroso de Dios y aún más de los curas: «España se vio llena de mujeres que bebían, fumaban y enseñaban los muslos y el escote», evocaba Alfredo Landa en el libro de entrevistas 100 españoles y el sexo. «Las suecas fueron nuestro despertar a Europa. Tuvieron que aguantar muchas burradas, porque los hombres de la época no sabíamos comportarnos: las playas pronto se llenaron de tíos bajitos y morenos como yo que trataban de ligar con esas señoras tan macizas. En cuanto veíamos un poco de muslo, nos volvíamos locos». También contaba el actor cómo a él, acostumbrado a rodar en el paisaje de bikinis de Torremolinos, un guardia de San Sebastián le llamó «indecente y sinvergüenza» por exhibir «la pelambrera del pecho» en La Concha.

¿Por qué suecas? Los resortes que ponen en marcha la mitología resultan a menudo misteriosos. Algo tuvo que ver, sin duda, la radical modernidad de las mujeres del país escandinavo, donde la educación sexual ya era obligatoria en los colegios a mediados de los 50. Liberadas, desinhibidas y dueñas de sí mismas además de altísimas, rubísimas y blanquísimas, las suecas que trataban de tostarse en las playas debían de parecer hermosas extraterrestres, llegadas de un planeta en nuestras antípodas sociológicas. Pero también existe alguna hipótesis menos abstracta: en 1954 se inauguró en Torremolinos el Colegio Sueco de Vacaciones, una institución dedicada a albergar a chicas que iban arribando en turnos quincenales. Aquel suministro incesante de muchachas nórdicas, en sucesivas entregas que se extendían de julio a septiembre, colocó a algunos nativos al borde de la enajenación y pudo sentar las bases para el posterior mito de la sueca.

El cine del destape consolidó la idea de la extranjera escultural que caía rendida ante el «racial celtíbero español», que es como presentaba una voz en off a Alfredo Landa en la inolvidable secuencia inicial de Manolo la nuit. Las turistas se volvían locas ante ese tiarrón hispánico, «cruce de dos pueblos fuertes, rudos y primitivos, los celtas y los íberos».

En cambio, según recoge Sasha D. Pack en el libro La invasión pacífica, los tebeos suecos de la época solían presentar la situación con un enfoque más vikingo: «Tras ser cortejadas por hombres con bigote y piel aceitunada, las jovencitas suecas regresan al hogar con un rubio compatriota». También es verdad que, en algunas de aquellas pelis, al final del absurdo vodevil de tetas y calzoncillos, los machitos locales quedaban como peleles: era el caso de Tres suecas para tres rodríguez, donde las chicas del título (convenientemente interpretadas por una alemana, una argentina y la española Marisa Medina) utilizaban a Tony Leblanc y compañía como tapadera para el tráfico de drogas.

«¡Que vienen!»

Hay una tercera película de mención inexcusable. En El turismo es un gran invento, José Luis López Vázquez lanzaba aquel grito primordial e imperecedero: «¡Que vienen las suecas!». Décadas después, la directora de cine adulto Erika Lust (nacida en Estocolmo y afincada en Barcelona) no lograba entender por qué, cada vez que se incorporaba a un grupo de amigos en su ciudad adoptiva, algún guasón soltaba con mucha risa eso de que viene la sueca. El descubrimiento de la consistencia fabulosa que habían adquirido sus compatriotas y, por un raro mecanismo de herencia, ella misma la llevó a escribir un libro titulado Por qué las suecas son un mito erótico. Lust es una buena destinataria para una pregunta clave: en realidad, ¿cómo veían aquellas suecas a aquellos españolitos? «Fogosos, impetuosos, impulsivos, cariñosos, machistas, machitos, morenos y buenos amantes. Era una mezcla extraña de atracción y rechazo, ja, ja...», explica a este periódico.

Las cosas han cambiado con el tiempo, pero no del todo: «El mito de la sueca se ha relajado analiza Erika. Lo que sí pasa aquí, y en Suecia no, es que los hombres sueltan piropos al paso de cualquier mujer atractiva. Es algo a lo que no me acostumbro». El macho ibérico, complemento cañí que da sentido a la sueca ideal, sigue entre nosotros y lleva siempre un sol abrasador en las entrañas.

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