«Usted puede evitar una guerra»
La súplica de Gandhi a Hitler, la carta en la que Einstein aconsejaba a Roosevelt crear una bomba atómica, la del ingeniero que anunciaba la explosión del ‘Challenger’... Un libro del escritor Shaun Usher recoge 125 textos memorables
césarcoca
Viernes, 7 de noviembre 2014, 01:25
Palacio de Buckingham. 24 de enero de 1960. La reina Isabel saca de su escritorio una hoja de papel de cartas encabezada por el escudo real impreso en color rojo. Toma la pluma y empieza a escribir: «Dear Mr. President». El presidente es Eisenhower y lo que sigue no es un asunto de alta política. Nada relativo a la Guerra Fría o Vietnam. Lo que la reina, en la soledad de su despacho, se dispone a escribir al inquilino de la Casa Blanca es su receta de las tortitas de crema.
La carta, una verdadera joya para los amantes de las curiosidades, forma parte de una selección epistolar realizada por Shaun Usher entre sus propios fondos. Una colección que comenzó en 2009, cuando trabajaba como publicista y entró en una biblioteca a bucear entre libros en busca de ideas para una campaña. Quedó tan fascinado por algunas cartas que leyó que creó una página web en la que comenzó a recopilarlas hasta disponer de una enorme colección. Son textos escritos a lo largo de los siglos por personas célebres o completamente desconocidas. Algunas de ellas tienen tanto valor histórico o emocional que Usher ha publicado un volumen con las 125 mejores. Cartas memorables (Ed. Salamandra) saldrá a la venta la semana próxima, en una edición que contiene los facsímiles y la información necesaria para comprender el contexto en que todas fueron escritas.
La lectura del libro discurre entre la sorpresa, la sonrisa y la nostalgia. Nostalgia de un tiempo en que las personas se comunicaban mostrando sus ideas y sentimientos de forma elaborada, en un formato en el que la letra, los márgenes, incluso algunas ilustraciones aportan una información adicional que ha desaparecido por completo en los correos electrónicos. Y sonrisas y sorpresas porque esta colección epistolar está llena de detalles inesperados. La que Robert Scott envió a su esposa tratándola ya como «mi viuda» estaba convencido de que no regresaría de su expedición al Polo Sur es una de las más estremecedoras. Como lo son el telegrama enviado desde la cabina del Titanic el 14 de abril de 1912: «Nos hundimos deprisa pasajeros subiendo a botes» y la despedida de Virginia Woolf a su marido, instantes antes de suicidarse. O, en otro ámbito, el relato epistolar de Charles Dickens al director de The Times, en 1849, tras presenciar una ejecución pública: «Dudo que ningún hombre pueda imaginar siquiera la visión de algo tan increíblemente horrendo como la perversidad y la ligereza de la muchedumbre allí congregada».
Es imposible leer sin una sonrisa la misiva que John Beaulieu, alumno de una escuela para invidentes, dirigió a Eisenhower en 1956: «Estimado Ike: He decidido escribirle un pequeño discurso que podría ayudarle a ganar las elecciones. Votadme y os ayudaré. Bajaré los precios y también los impuestos. También ayudaré a los negros para que puedan ir a la escuela. Buena suerte en noviembre. John Beaulieu. 13 años, sexto curso». La iniciativa causa casi la misma sorpresa que la carta que Elvis Presley escribe durante un viaje en un avión de American Airlines (el texto ocupa varias páginas con membrete de la compañía), en la que plantea a Nixon convertirse en agente de los cuerpos contra el tráfico de estupefacientes. El cantante solo quería una placa para completar su gran colección y no tuvo otra ocurrencia que escribir al presidente: «Estaré encantado de echar una mano siempre y cuando lo mantengamos en secreto», propone a Nixon.
Beethoven se despide
Hay cartas muy serias, como la casi súplica que Gandhi hace a Hitler para que no empiece una guerra, o la que Albert Einstein remite el 2 de agosto de 1939 a Roosevelt recomendándole que Washington invierta sumas importantes de dinero en un proyecto para crear una bomba atómica, con la velada advertencia de que Alemania ya trabaja en ello. Otras son premonitorias: es el caso de la que Roger Boisjoly, un ingeniero que trabajaba en la empresa fabricante de los propulsores del transbordador espacial Challenger, envía al vicepresidente de su propia firma. En ella informa de un problema en las juntas del cohete propulsor que podría derivar «en una catástrofe de la máxima magnitud». La carta no fue atendida y el transbordador se desintegró, literalmente, el 28 de enero de 1986, solo 73 segundos después del lanzamiento, ante la mirada atónita de millones de personas que seguían el acontecimiento por televisión. Murieron los siete tripulantes del Challenger.
Está también la que Beethoven dirigió a sus hermanos Carl y Johann, la conocida como Testamento de Heiligenstadt, el 6 de octubre de 1802. En ella confiesa que la explicación a su misantropía está en su creciente sordera. «Me apresuro hacia la muerte, lleno de alegría (...) Me despido, no me olvidéis del todo cuando haya muerto». El compositor vivió aún 25 años y escribió en ese tiempo 16 sonatas para piano, ocho sinfonías, cinco conciertos para instrumentos diversos, la mayor parte de su obra de cámara y un sinfín de piezas para piano. Varias de esas partituras cambiaron la historia de la música y resulta casi inexplicable que fueran concebidas por un sordo.
¿Existe Santa Claus?
Hay un texto de una ingenuidad absoluta: la brevísima nota que Virginia OHanlon envía al director del diario neoyorquino The Sun, en 1897, interrogándole sobre un asunto que la tenía preocupada: «Estimado director: Tengo ocho años. Algunos de mis amiguitos dicen que Santa Claus no existe. Mi papá dice: Eso será verdad si lo ves en el Sun. Por favor, dígame la verdad, ¿existe Santa Claus?». El responsable del diario escribió una contestación que publicó en la página editorial y se convirtió en el texto periodístico más reproducido. Acababa así: «¡Que no existe Santa Claus! Gracias a DIOS vive, y vive para siemper. Dentro de mil años, Virginia, qué va, dentro de diez veces diez mil años, continuará alegrando el corazón de los niños».
Este texto está de alguna forma emparentado con la carta que en 1889 Mark Twain envió a Walt Whitman con motivo de su setenta cumpleaños. «¡Qué grandes acontecimientos has presenciado!», decía el padre de Tom Sawyer al autor de Hojas de hierba. Y se detenía en una retahíla de inventos, de la máquina de coser al telégrafo. «Sí, desde luego has visto mucho, pero quédate un poco más, porque lo más grande está aún por llegar. Espera treinta años y entones, ¡échale un vistazo a la tierra!», decía con tono premonitorio.
Pero quizá no hay carta más curiosa en la colección de Shaun Usher que la que Leonardo da Vinci remitió a Ludovico Sforza hacia 1483. El artista florentino, encarnación del hombre renacentista, se ofrecía al Duque de Milán como ingeniero y la relación de sus habilidades se hace interminable: «Tengo planos para toda clase de puentes», «conozco el modo de retirar el agua de los fosos», «dispongo de métodos para destruir cualquier fortaleza», «tengo un tipo de cañón, muy cómodo y de fácil transporte», «conozco el modo de acceder a un lugar determinado por medio de minas y túneles secetos», «puedo construir vehículos (...) cañones, morteros y piezas de artillería», «armaré catapultas», «instrumentos de gran utilidad para la batalla marítima». Y si el tiempo era de paz, podía trabajar «en el terreno de la ingeniería y la construcción de edificios».
Solo al final, añadía que además de todo eso podía «hacer esculturas en mármol, bronce y arcilla. También en la pintura soy capaz de hacerlo todo tan bien como cualquier otro artista». Para que no quedara duda de la veracidad de semejante lista de capacidades, terminaba mostrándose «plenamente dispuesto a demostrarlo en vuestro parque o en cualquier lugar que os parezca». No podía ser de otra manera: Leonardo consiguió el empleo. La carta, verdadero modelo para quien aspira a conseguir trabajo, se conserva y está en el libro de Usher, aunque parece que la caligrafía no es suya, sino de un amanuense profesional a quien pudo encargarla para causar mejor impresión a su destinatario. Que incluso el autor del cuadro más famoso de la Historia tenía también carencias.
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