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Clemen Solana
Lunes, 27 de mayo 2024, 11:09
Sus padres eran marqueses y ella, una niña «repelente». Así dio comienzo la trágica vida de Déborah Santa Cruz. Destinada al ocaso, no perdona al Gobierno, ni a la sociedad, ni a la Iglesia. Sí a su madre: «Me parió y siempre tendrá mi mano». Acusada de enferma por su homosexualidad, decidió morir libre en Barcelona. Descubrió las mentiras del Estado y quiso ir en su contra. Paracaidista, vedette, prostituta… una historia que Santa Cruz decide contar: «Antes no podía hablar, así que hablo ahora».
Los ojos de Déborah Santa Cruz son los de una mujer que lo ha luchado todo. Los esconde detrás de unas gafas. Vestida de riguroso negro, un maxi bolso con tonos naranjas hace eco de su pañuelo. Peinada de peluquería, combina perlas y anillos. Tiene paso firme. La Alameda de Hércules, de donde emerge, debería ser suya. Santa Cruz exige poco: «Quiero una mesita con dos sillas porque me van a hacer una entrevista». Ese será el escenario de dos horas de conversación.
«Ningún menor debería carecer de la protección de los suyos», comienza su testimonio Santa Cruz. Su familia ortodoxa, radical y «cercana militarmente a Franco» no comprendía que jugase con muñecas: ahí empezó la diferencia. Déborah creció sola, para su entorno era una vergüenza verla rondar por tan solemnes espacios palaciegos. Había que resguardar los apellidos, así que las directrices marcan su infancia. «Nunca pude con la doble moral. Yo sufrí mucho, pero ellos no pudieron ser felices porque nunca tuvieron un corazón sano», sostiene.
Fue en uno de los tres rezos diarios cuando Déborah quiso ir al salón. «Yo quería jugar con dos niñas que había», asegura. Sin embargo, una chica del servicio se lo impidió. Después de varias patadas, la intentó ahogar: «Me quería matar, me metió la cabeza en el váter». Controlada «para que no me moviera» por todas las asistentas sólo encontró el cariño de una: Socorrito. Ésta había sido la encargada de criar a su padre y gozaba de todo el respeto de la familia. Santa Cruz siempre celebraba la cena, así que cuando «la mexicana», una «vieja mala» (su abuela paterna), la castigaba sin comer era Socorrito quien organizaba todo un entramado: «Cuando los demás dormían, me hacía mi tortilla con jamón y ya no gritaba».
En 1952, Déborah abandonó la casa. Tenía 14 años, pero acusada de enferma por su orientación, temía «contagiar» a sus hermanos. Una bolsa con ropa y dos bocadillos hechos por Socorrito formaron su equipaje. «Salí de mi casa para morir libre», asegura. Un «que tengas suerte» la despidió. Ni mucha, ni poca. Llega a Barcelona y, durante seis días, permanece en un banco: espera su muerte. «De repente, una prostituta me arranca de allí y me salva la vida, era un ángel», afirma. Durante tres días Santa Cruz duerme, escondida, en el 'chaiselongue' de un burdel y rápidamente busca trabajo. Los siguientes cuatros años serán un infierno: «Trabajaba en un chiringuito en Playa de Aro por lo que sobraba de las mesas y me violaban un día sí y un día no».
De alma vulnerable, Déborah se alista en las Banderas Paracaidistas: es 1957. De esa forma, piensa que las obligaciones del servicio militar podían evadirla del peligro exterior. De gestos «amanerados», recuerda plantarle cara a un coronel: «Dijo que dieran paso al frente los maricones y yo lo hice. Le dije que estaba allí haciendo mi servicio militar y que mi homosexualidad la recogería si terminaba viva». Y vaya que si terminó viva: con una cartilla militar «excelente» y sin rastro alguno de problemas de salud. «Ahí me había dado cuenta de que la sociedad me había engañado, yo no era una enferma», apostilla. Al salir del cuartel, el contrato de una compañía canadiense la espera. «Estuve seis meses como bombero paracaidista y llegué a España montada en el dólar», reconoce. Destinada en la guerra de Sidi Ifny (Marruecos), no olvida ver a un amigo desplomado delante de ella: «un francotirador».
Una vez instalada en Sevilla, comienza a trabajar en la manicura. Por entonces, la Alameda era un lugar de bares gais y prostíbulos no apto para sensibles. Santa Cruz llega: «Me hago la reina de esto, siendo prostituta me sentía deseada e iba en contra de todo lo que me hizo daño». Déborah se cotizaba «cara», pero un día bajó su tarifa: «Vi a una señora que necesitaba el dinero para su bebé y me acosté por 10.000 pesetas con un tío».
Un ballet americano la descubre y ella, con ganas de artisteo, acepta. Debuta en la ciudad de Casablanca en 1972 y, durante 12 años, no hay escenario que se le resista: Rabat, Marrakech, Damasco, Alejandría… Con especial cariño recuerda un fin de año en el Mar Egeo. En ese crucero siente amor de un eritreo, pero consciente de la poca viabilidad con el contramaestre, anula cualquier idea. «Enamorarme es una asignatura que nunca he podido realizar, como hacer el amor con una mujer», sentencia. Sólo una vez lloró por un hombre: «Fue tan claro conmigo… me dijo 'estoy enamorado de ti, pero a mí me gustan las mujeres'. Ese hombre me hizo llorar, fue transparente y siempre he sentido respeto hacia las personas sinceras».
El espectáculo llamaba a Déborah y aunque «en España era delito ser tú» fuera, no. Menciona Chile: «Pinochet era un criminal y los americanos nos falsificaban los papeles para poder entrar». Aunque nunca llegó a tener aplicada una ley franquista, pues como paracaidista era intocable, sí estuvo varios días presa en Sevilla: ¿el motivo?, una equivocación. «Venía de hacer la manicura en un chalé y entró la policía. Carrero Blanco ya estaba por los aires, pero se creía que había reuniones clandestinas de política», afirma. Santa Cruz quiso mostrar su carnet del sindicato, pero un «que te lo metas por el culo» se lo prohibió. El resultado: tres días en comisaria y cárcel sin previo juicio.
Las manos de Déborah reciben una foto, pertenece al mallorquín Tito's en 1976: cambia la cara. El que fuera escenario de referencia oculta una historia muy dura. Un policía la detuvo no sin antes llamarla «payaso». De camino a comisaría, una frase se le quedará marcada: «Tu madre tenía que haber muerto cuando te trajo al mundo». Admite que todavía no ha podido cerrar esa herida: «Ojalá su madre no se enterara nunca de la barbaridad que dijo su hijo». Pues afirma haber necesitado siempre a la suya: «Ojalá haber podido dormir con ella y cuidarla, no sabría lo que decirle hoy día».
Reconvertida tiempo después en 'madame', acude al extinto Parle vosté calle vosté en 1997. El comentarista Juan Adriansens la llama en aquel momento loca. Su respuesta no se hace esperar: «Estamos locas porque estamos cansadas de escuchar a gente como usted». «No han tenido cojones de volvérmelo a llamar», afirma. Para no dejar ese «reguero de odio que acumulé» seguía en la profesión: «Sentía placer de saber que lo que estaba haciendo no era admitido por la Iglesia». No cree en Dios, sí en Jesús y María y no pisa una iglesia «ni muerta». «Dios es una etiqueta que le pusieron para encumbrarlo y que diera más miedo», sostiene.
Desde hace 32 años comparte sus días con su pareja. Casada desde hace siete, conoció a quien es su marido en el polémico bar sevillano Arny. De esa etapa recuerda que «hubo mucho de verdad», pero Déborah deja claro lo que sucedió: «Tú no puedes cometer los errores que otros quieran y ese degenerado, que iba con ganancia de la policía, habló más de la cuenta».
Más gratamente habla sobre la reciente 'ley Trans'. Desde hace un año la celebra. Aun así, el sueño de Déborah es morir sin dolor. «He sufrido mucho, no quiero más», zanja. Termina su café y, orgullosa, muestra las fotos de los niños que tiene apadrinados. La figura de Santa Cruz desaparece poco a poco. Antes, lanza un mensaje: «Hay que seguir luchando porque hay gente retenida que, si pudiera, seguiría haciendo barbaridades contra el colectivo LGTBI». Se pierde entre la multitud de la calle Trajano. El resto de los mortales la suben, ella no. Porque ella es un «animal libre» y porque hizo de la soledad su «hermana gemela».
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