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El tamaño importa

El tamaño importa

Un gesto que, apenas inaugurada, clausura la historia de la arquitectura

ignacio jáuregui

Viernes, 16 de mayo 2014, 13:24

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Para bien o para mal, a estas alturas de la Historia viajamos para reconocer. Saturados como estamos de imágenes, resulta difícil figurarse lo que sería ver por primera vez, sin referencia alguna, el Partenón, Venecia, el Niágara. Aun así, nada de lo que hayamos visto nos prepara para la avasalladora presencia física de las Pirámides. No es que sean diferentes; nada hay en esos volúmenes elementales que no reconozcamos. Es, más bien, que son abrumadoras; es que su mero estar ahí, el modo como ocupan el lugar, la extraña fluidez que esas masas compactas confieren al espacio que las circunda nos produce un vértigo casi físico.

La primera, inevitable reacción, a despecho de todos los conocimientos que podamos llevar como coraza, es de angustia. Guardiana del terror llamaron los árabes a la esfinge con instinto certero; el terror, claro está, serían las tres monstruosas abstracciones que cada amanecer descubre ahí, imperturbables, iguales a sí mismas desde hace cinco mil años. Antes de verlas a plena luz tuve la oportunidad de descubrirlas, desde un taxi lanzado por el frenesí de pasos a nivel y rondas entrecruzadas, en la pesadilla de un peatón que es el Cairo actual; en la alta noche, entre siluetas de edificios anónimos, se materializaban a intervalos en lugares siempre inesperados, aboliendo ominosamente las ideas de escala o distancia. Así entrevistas, incomprensibles y esquivas, me dejaron el recuerdo de un aura indudablemente maléfica.

En cambio al amanecer, desde la ventana del hotel (y ni siquiera un hotel muy cercano), es la gloria del Egipto eterno que te asalta de golpe, y te rindes sin condiciones. No sé decir cuanto tiempo estuve allí sentado, sin apartar la vista de ellas; fue una fascinación perezosa y blanda, sin arrebatos: simplemente no se me ocurría nada mejor que hacer que seguir mirándolas. Después vendría el acercamiento intelectual, la comprobación pasmada de que todo lo que has estudiado está ahí, perfectamente legible e interpretable como si no hubiera océanos de tiempo por medio; pero el primer asalto, el que te engancha definitivamente y sin remedio, es puramente sensorial.

Son, digámoslo de nuevo, imposiblemente grandes. Se ven desde lejos, grandes ya desde muy lejos y, a medida que te acercas, van creciendo a saltos exponenciales (porque las dejas de ver y aparecen de nuevo, enormes, opacas, ensimismadas). El acercamiento agrega tamaño pero no detalle, no hay detalle que ofrecer, sólo volumen ciego, geometría desoladoramente ajena. La mirada busca el alivio de la irregularidad: hay, sí, escalones, el cerebro lo sabe pero es inútil, el plano inclinado se reconstruye a cada intento de descomponerlo en saltos con la potencia platónica de las verdades absolutas. Hay, también, desconchones, desprendimientos, la huella inane (un rasguño ridículo) del intento de voladura. Son como pecas en un rostro, menos que pecas en un rostro: si no te fijas mucho, desaparecen. Pero no es eso lo que busca el ojo sino ventanitas, incisiones, ornamento. Algo que marque un frente, algo que indique niveles, algo que, por todos los dioses, remita a algo remotamente humano, a la necesidad humana de marcar y significar. No lo encuentra, por supuesto: estas moles anteriores al tiempo y a la Historia no descienden a tales debilidades.

Es imposible que se construya nada más hermoso; su total simplicidad hace parecer superfluo y amanerado todo el resto de las obras humanas. Se trata de un logro absoluto, definitivo: un gesto que, apenas inaugurada, clausura la historia de la arquitectura. A partir de ahí sólo cabe un nuevo principio, y entonces la columna, el dintel, la articulación cada vez más refinada de los elementos. Pero el fin último, la forma perfecta y radiante, la monumentalidad total, se consiguió nada más empezar. Tal vez por eso sea una disciplina tan viciosa y retórica la de construir edificios.

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