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Un hombre sentado, IV (Ferry de Bergen-Stavanger / Noruega)
CUADERNOS DEL PASEANTE INVISIBLE

Un hombre sentado, IV (Ferry de Bergen-Stavanger / Noruega)

Su sola presencia pone de manifiesto la inanidad del ir y venir de hormigas torpes que nos traemos los demás

IGNACIO JÁUREGUI flaneurinvisible.blogspot.com.es/

Viernes, 5 de septiembre 2014, 00:55

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A estas alturas, no nos engañemos, el juego no tiene ya la espontaneidad de las primeras veces, pero el viajero cree que a pesar de todo ha conseguido darle su sitio en el viaje sin que se convierta en un pie forzado. Si se encontrara alguna vez al acecho permanente de la foto interesante tendría que dar la partida por terminada pero, por ahora, la cosa funciona de manera más natural: uno sabe que a lo largo del viaje se presentará la oportunidad y tiene el resorte lo bastante afinado como para aprovecharla la mayoría de las veces -y si no se puede, pues no se puede.

El deslizador que nos lleva a Stavanger es un lugar tan bueno como otro cualquiera. El día ha amanecido nublado, llovizna a ratos y la velocidad del barco provoca un viento incómodo de aguantar, pero esas no son cosas que arredren al viajero. En cubierta hay apenas otros dos o tres turistas a la caza de imágenes o estremecimientos estéticos y, sentado en una silla de rejilla, resguardado del aire junto al castillete, un hombre que sosegadamente y con media sonrisa contempla nuestro ajetreo.

Lo primero que se viene a la mente es el parecido con Allan Thompson, aquel villano secundario de los tebeos de Tintín: la misma nariz vertical, perfectamente paralela a las líneas descendentes del rostro, los mismos ojos pequeños y la misma chispa de escepticismo en ellos. Será inevitable que el recuerdo -bastante vago, por otra parte- del personaje se entrometa en la tarea de inventarle una biografía, pero eso no es más que otra forma de la arbitrariedad imprescindible en el juego. Que no se trata de un turista al uso lo deja claro su olímpico desinterés por el paisaje; la norma no escrita le requiere condición local, y eso no está el viajero en condiciones de asegurarlo, pero resulta verosímil en este recorrido. En cualquier caso ha subido al ferry para ir de Bergen a alguna parte, no a pasearse; si no es noruego (el viajero lo cree holandés por alguna razón), debe llevar aquí el tiempo suficiente para haberse vuelto inmune al asombro continuado de esta costa inverosímil: baste con eso.

A suponerlo marinero autoriza más que nada verlo tan a sus anchas en cubierta, como dejando que por un día trabajen otros por él. No lleva tatuajes a la vista -y hemos visto aquí más hombres tatuados que en ninguna otra parte, muchos de ellos de bastante edad y aspecto respetable- pero hay detalles, como la manera de cobijar el cigarro en el hueco de la mano, que revelan una tranquila familiaridad con la mar. Su sola presencia pone irremediablemente de manifiesto la inanidad del ir y venir de hormigas torpes que nos traemos los demás. Cámara en ristre, damos tumbos de borda a borda para hacernos con doscientas estampas hermosísimas e indistinguibles entre sí que engrosarán la nómina de miles (¿millones?) de imágenes iguales en discos duros repartidos por el mundo.

La nave aumenta ligeramente de velocidad, o es el viento de cara el que arrecia convirtiendo la lluvia fina en ráfagas de metralla cada vez más molestas. Los fotógrafos compulsivos van desertando hasta que el viajero (de repente lobo de mar, la cámara desdeñosamente posada en el regazo, la mirada perdida en el horizonte neblinoso) se queda solo en cubierta con su hombre sentado. Ni se le ocurre trabar conversación: basta con la vaga camaradería de aguantar a rostro enjuto la lluvia horizontal, la postura sobria y viril que los distingue del rebaño. No ha pasado un minuto cuando el hombre se levanta tranquilamente y se mete en la cabina, donde realmente se está mucho más cómodo; el viajero se queda todavía un momento a la intemperie, paladeando su propia inconsistencia.

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