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Cómo supe que mi hijo necesitaba gafas

Cómo supe que mi hijo necesitaba gafas

Tres madres relatan cómo detectaron que sus pequeños no veían bien y qué tuvieron que hacer para conseguir un diagnóstico acertado

Berta Muñoz Castro

Miércoles, 7 de diciembre 2016, 11:39

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Nunca olvidaré esa noche. Era 16 de agosto y al día siguiente mi hermana se marchaba a Irlanda. Quedamos a tomar un café de despedida. A las diez en punto llegó Amaya con su hijo Hugo, que lucía una sonrisa de oreja a oreja mientras se señalaba las gafas. Eran nuevas, su primer par y las necesitaba, como dicen en mi pueblo, más que el comer.

-Pero Hugo, ¡estás guapón con esas lupas!, le solté.

Inmediatamente, el niño se acercó a mí y se colocó a escasos dos centímetros de mi cara. Después de escrutarme como si no me hubiera visto nunca me espetó:

-Te veo..., te veo..., (no encontraba la palabra exacta) te veo con mucho color. Y echó a correr.

Era su manera de explicar que, por primera vez desde que nació, hace seis años, veía con nitidez y sin tener que forzar la vista. Ahora su mundo tenía otro tono. Asegura su madre que «a Hugo las gafas no le molestan ni un poquito. Jamás se ha quejado por tener que llevarlas. Desde el día que se las dieron en la óptica, solo se las ha quitado para dormir y ducharse».

Cómo descubrieron que el niño las necesitaba fue una casualidad. Sus padres nunca sospecharon que Hugo, un niño ágil e inteligente, veía «entre poco y nada» (40% de visión en un ojo y parecido en el otro). Todo comenzó la tarde que se golpeó con un juguete en el ojo derecho y un médico de familia le colocó un parche para que curara una pequeña úlcera que se había hecho. Al día siguiente, el ojo de Hugo había perdido el norte y viraba de forma insistente hacia la nariz. Otra vez a urgencias: tenía el ojo estrábico.

Como en el hospital no había oftalmólogo de guardia, volvieron al día siguiente. «Es estrabismo, no sabemos si por mirar por la parte superior del parche durante horas (se le había despegado la tarde anterior) o porque el pequeño lo tiene desde siempre», concluyó el doctor. Nada de las dioptrías que escondía el muchacho y que dos días después le confirmaron en el Instituto Universitario de Oftalmobiología Aplicada (IOBA) de Valladolid. Hugo tiene cuatro dioptrías de hipermetropía (imposibilidad de ver con claridad objetos próximos) en un ojo y 3,75 en el otro. Fue ponerle las lentes graduadas, el ojo volvió a su sitio y su vida, como bien dijo él, cobró otra tonalidad. Hugo es un niño nuevo y ese avance lo han notado también en su rendimiento escolar.

Al nacer, a los niños se les hace un análisis oftalmológico completo, pero a partir de ese momento, no existe un programa en la Sanidad Pública (parecido al de salud bucodental) que se ocupe de las revisiones de la vista de los más pequeños. Deben ser los padres y los pediatras los que estén vigilantes si ven que el niño desvía los ojos, se acerca al papel al dibujar, tiene dolores de cabeza, ojos rojos... No obstante, aunque no se observe nada extraño, a los cinco años es muy recomendable llevarles al oftalmólogo.

Javier fue al especialista muchísimo antes. Estrenó las gafas unos días después de su primer cumpleaños, aunque su madre tenía la mosca destrás de la oreja desde que el pequeño tenía pocos meses. «Siempre noté que uno de sus ojos se metía hacia dentro, pero cuando comenzó a coger cosas con las manos para llevárselas a la boca, a eso de los seis meses, fue cuando confirmé que la vista de Javier no estaba bien». «¿Que qué hice? Decírselo a la pediatra. Pero era reacia a mandarlo al oftalmólogo, porque decía que no tenía nada. Hasta el año no conseguí que me hiciera el volante», recuerda su madre. «Allí (en el hospital) no le supieron mirar, le dilataron el ojo y nos dijeron que el niño no necesitaba gafas», se lamenta.

Javier también acabó en la consulta de oftalmología pediátrica del IOBA y volvió a casa con un informe exhaustivo del defecto refractario que tiene: hipermetropía (como Hugo). «Me explicaron que la hipermetropía en los niños sube hasta los siete años, luego se mantiene, para después bajar, pero a Javier ya le ha bajado y solo lleva un año con las lentes», relata contenta su madre. Las gafas de silicona de Javier (se pueden desmontar las patillas y colocar una goma tipo gafas de natación) están intactas después de un año de uso. Pero no todo ha sido un camino de rosas: «Al principio no las quería y cuando se enfadaba era lo primero que lanzaba. Para colmo, alguna madre me ha llegado a recriminar haber puesto gafas a Javier desde tan pequeño», cuenta su madre. Las recomendaciones que le dieron a la hora de elegir lentes: «que sean redondas para que cubran todo el ojo del pequeño y si son de silicona, mejor, porque son mucho más cómodas y duraderas».

Marta y el gandul de su ojo

Las de Marta son rosas y de pasta. La primera vez que se posaron en su pequeña nariz fue el verano que cumplió cuatro años. Su padre (operado de astigmatismo y con un ojo vago) y su madre (miope) siempre pensaron que las necesitaría. La pequeña, además, se lo puso fácil: guiñaba un ojo cuando veía la televisión. Diagnóstico en la Seguridad Social: tiene el ojo vago (el mismo que su progenitor), un problema que si no se detecta y se trata a tiempo, normalmente hasta los 7 u 8 años, provoca una disminución de la agudeza visual irreversible.

También acudieron al IOBA a por una segunda opinión (la consulta cuesta 135 euros) y allí les confirmaron lo que ya sabían: el ojo vago, amblíope o gandul no se ha desarrollado normalmente y como consecuencia tiene menos visión que el otro. «Marta, quizás por pillarlo a tiempo, se ha librado del parche (muy común en estos casos)», cuenta su madre, que asegura que «dejarla elegir la montura ayudó mucho a que se sintiera cómoda con las gafas». «Pero los primeros días se las quitaba constantemente y tuve que hacer un panel diario de progresos para motivarla», recuerda. Funcionó y dos años después la vista de Marta se está corrigiendo.

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