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Si yo hubiera nacido en Reino Unido estoy convencido de que sería de esos que ondean la bandera británica en los jubileos de la Reina. Y no hace falta especificar de cuál, porque ella es la única que hace honor a una institución en la que no creo, pero que en su caso casi que se permite porque fueron los ingleses los que lo inventaron casi todo, incluida la monarquía.

Más allá del 'hype' que me provoca todo lo relacionado con la Casa Windsor, el carácter británico siempre me ha fascinado. Es como aquella secuencia de la obra maestra de William Wyler, 'La señora Miniver', en la que la liturgia del té de las cinco de Lady Beldon -la noble de un pueblo ficticio de la Inglaterra de 1940- se ve interrumpida por las alarmas de un ataque aéreo nazi. Allí que entra el mayordomo y tras hacer una reverencia, anuncia: «Milady, bombardeo». Esta cómica escena no era sino un guiño de Wyler que venía a mostrar el ocaso de una forma de vivir. Porque cuando los muertos no entienden de clases sociales y se democratiza el dolor (no quiero hacer spoiler de la película) el mundo se convierte, irónicamente, en algo más justo.

Algo así es la temática central de otra gran obra del cine. Porque eso es precisamente 'Lo que el viento se llevó' en esencia. El filme, que hace menos de una semana volvía a agotar las entradas en el Cine Albéniz ochenta años después de su primer estreno, ilustra a través de la Guerra de Secesión americana el final de una época: la esclavitud en el sur de Estados Unidos. Y aunque su prólogo es prácticamente una apología del racismo, cualquier espectador entiende que el cambio que se produjo convirtió a este país en la gran referencia occidental.

No sé si estamos ante el fin de una era en estos momentos, pero hablar del carácter británico, de la monarquía y de un cambio de tendencia no es fruto de la casualidad. En las Islas las posturas radicales que provocaron el 'brexit' han conseguido el dudoso honor de que Reino Unido deje de ser una referencia democrática y de unidad merecedora de un filme de Wyler, para transformarse en una malísima comedia de enredos que podría producir Netflix a través de un director desconocido.

En España -y ahora que Urdangarin vuelve a estar de moda- también dio comienzo un tiempo nuevo cuando la realeza hizo el paseíllo en los juzgados de Palma. Es cierto que los cambios siempre nos provocan algo de vértigo, aunque sean para mejor. Pero a mí lo que realmente me espanta es no tener en este siglo a un señor como Wyler para que nos los cuente de esa forma tan brillante.

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