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Luis Utrilla Navarro
PRESIDENTE PROVINCIAL DE CRUZ ROJA
Domingo, 1 de junio 2025, 02:00
Se encuentra bastante extendida, incluso en los ámbitos profesionales y académicos, la idea de que la violencia es inherente al ser humano. Sin embargo, en ... los últimos años, son muchos los estudios que apuntan en una dirección totalmente contraria. De hecho, el Manifiesto de Sevilla, promovido por la UNESCO en 1986, dejó bien a las claras que es científicamente incorrecto afirmar que hemos heredado de nuestros ancestros la propensión a la violencia, y que la misma sea una reacción instintiva que forma parte de la evolución humana. En contraposición a esta idea, cada vez toma mayor fuerza el considerar el ejercicio de la ayuda mutua como uno de los principales y verdaderos motores de la evolución, y en esa línea, los expertos señalan el lenguaje como la herramienta decisoria en la resolución de conflictos. No es intención de este artículo debatir sobre la tesis de si el ser humano es o no agresivo por naturaleza, sino tan solo reseñar que dicha agresividad se ve auspiciada por condicionamientos sociales que generan una violencia que es, en gran medida, evitable. Nada tiene que ver la violencia entre seres humanos por los recursos naturales o por la propia supervivencia, con la violencia denominada cultural de unos sobre otros para obtener beneficios económicos, sociales o políticos. Y mucho menos con la violencia que se establece en el entramado social como elemento de control y poder de unos pocos sobre la sociedad en general.
Y es precisamente esa violencia cultural uno de los desafíos a los que nos enfrentamos en el día a día, como germen y alimento de otras violencias directas y estructurales. Una violencia cultural que tiene su arraigo en las creencias religiosas que promueven la pertenencia a tribus elegidas, formadas por creyentes auténticos, relegando al ostracismo a los individuos heréticos y paganos, a los que se les puede someter a la fuerza con el único objetivo de evangelizarlos.
O la violencia derivada de los nacionalismos promotores de tribus-nación, de superioridad étnica o cultural, que se consideran dignos de poseer todos los derechos que niegan a los que consideran extranjeros.
O la violencia que emana del arte como elemento identitario de las sociedades, apoyado en la representación de la superioridad de unos sobre otros. Ya sea el arte occidental sobre los enemigos orientales, árabes o musulmanes; o las representaciones artísticas de los pueblos caucásicos sobre las tribus indo asiáticas.
También la ciencia y la técnica, en apariencia inocuas, son promotoras en ocasiones de la violencia cultural, al dotar a las sociedades más avanzadas no sólo de poderosos recursos, sino, lo que es más importante, de la supuesta superioridad que permite a los países que la poseen imponer a otros sus códigos sociales. Véase la inmoral posición adoptada por los países desarrolladores de las vacunas del COVID con el resto de los países del mundo. Es evidente que los principales responsables de la violencia cultural están en las instituciones que promueven las guerras; en la economía que impulsa un consumismo enriquecedor y desigual; en la clase política que promueve la exclusión de ciudadanos de uno u otro sesgo; en la ideología que exige subordinación; en la enseñanza discriminatoria e impositiva; en la cultura del racismo, la xenofobia, la discriminación de género y un largo etcétera.
Sin olvidar la proliferación de un individualismo feroz que degrada al otro en favor del beneficio del yo. O el darwinismo social que invita a pensar que existe una selección natural entre las personas que permite que unas dominen a otras.
Pero resulta especialmente preocupante el carácter hereditario de la violencia cultural, dando pie a que los odios y desprecios pasen de una generación a la siguiente: entre familias, entre municipios, entre clubes deportivos o entre ideologías políticas. Y, a más a más, donde la violencia de unos fomenta la violencia de otros, pretendiendo legitimar la trasmutación social de víctimas a victimarios. Y así, asistimos a la violencia entre grupos de escolares, de seguidores deportivos, de fans musicales, que no tienen nada que les llame al enfrentamiento, más allá de la mera pertenencia a uno u otro grupo.
Es por ello que tenemos que levantar la voz contra todo tipo de violencia, pero especialmente contra la violencia cultural, que vemos cómo día a día no solo se justifica, sino que se impulsa desde grupos sociales carentes de ningún tipo de ética, pero también desde instituciones públicas y gobiernos aparentemente democráticos.
Ante nosotros, sin ningún tipo de pudor, vemos cómo los grupos culturales o religiosos que han sufrido la tortura, el hambre y la muerte de muchos de sus seres inocentes infringen sin piedad la tortura, el hambre y la muerte a otros seres tan inocentes como ellos, pero ahora mucho más débiles. Una violencia que en Gaza está alcanzando cotas de inhumanidad sin precedentes en la historia contemporánea.
No somos violentos por naturaleza, pero sí somos todos víctimas de la violencia. Tan sólo el respeto, la empatía y la cultura, nos permitirán alejar la violencia de nuestras vidas, de nuestras instituciones y, en definitiva, de nuestra sociedad. Es hora de volver a la palabra como herramienta de resolución de los conflictos, y como argamasa de construcción, entre todos, de un mundo mucho más humano.
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