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Gaspar Meana
Vargas Llosa y Ortega

Vargas Llosa y Ortega

La Tribuna ·

Para Vargas Llosa, Ortega teme la desaparición del individuo dentro de lo gregario, que tiene uno de sus ejemplos en el nacionalismo, constituyéndose un retroceso histórico que amenaza la democracia

Cristóbal Villalobos

Jueves, 26 de julio 2018, 00:19

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Hace pocos meses Mario Vargas Llosa publicó 'La llamada de la tribu', un ensayo, que hace de autobiografía intelectual del premio nobel, en el que repasa de forma sencilla y amena la obra de aquellos pensadores que más han influido en la configuración de sus ideas políticas, en un camino que le llevó, a lo largo de su vida, del marxismo al compromiso liberal.

Conocido, además de por su obra, por su activismo político, apoyando en nuestro país diversas iniciativas partidistas, e incluso anteriormente como candidato a la presidencia de la República en su país natal, Perú, Vargas Llosa realiza un homenaje a Jean François Revel, a Adam Smith, a Friedrich Von Hayek, a Karl Popper, a Raymond Aron, a Isaiah Berlin y a José Ortega y Gasset, como responsables, a través de sus escritos, de las férreas convicciones políticas del hispanoperuano, en una tradición de pensamiento que privilegia al individuo frente a la tribu, la nación, la clase o el partido y en el que la libertad de expresión constituye el valor fundamental en el ejercicio democrático.

Si bien las reflexiones que realiza sobre todos los autores incluidos en el libro son interesantes y en su conjunto configuran un tratado resumido de liberalismo político, muy útil en estos días para no confundir términos e ideas en una Europa sumida en lo que el mismo Vargas Llosa llamó «la civilización del espectáculo», la sociedad de lo light y lo superfluo, vamos a centrarnos en la digestión que el autor de 'La fiesta del Chivo' o de 'Conversaciones en La Catedral' hace de la obra orteguiana.

Para Vargas Llosa el pensamiento de Ortega tiene hoy vigencia en gran medida, tras la derrota del marxismo y el excesivo economicismo por el que se deja llevar parte del liberalismo. Ortega está tan alejado del dogmatismo de la izquierda como del conservadurismo autoritario de la derecha, por eso más que nunca son interesantes algunas de sus reflexiones, tan actuales como entonces.

Bien es sabido cómo en diversas obras y artículos Ortega pone el énfasis en el llamado problema de España, instando a «europeizar» nuestra nación y señalando como principal problema español la existencia de los nacionalismos catalán y vasco, asunto que seguimos hoy sin saber cómo resolver.

En 'España invertebrada', Ortega llamaba a superar el cáncer de los nacionalismos excluyentes, achacando esta circunstancia a la existencia de una sociedad sin ambiciones ni ilusiones y definiendo la nación, aquello que para Zapatero era un concepto discutido y discutible, «como un proyecto sugestivo de vida en común». Para Ortega el nacionalismo no existe más que como pretexto para expresar la desilusión de las regiones de España que ahora, dice Ortega, y parece que lo escribe hoy, más que una nación es «una serie de compartimentos estancos».

El gran proyecto que unió y configuró la nación española fue la colonización, «lo único verdaderamente grande que ha hecho España», una obra del pueblo, de la España anónima, que la mantenía viva y activa. Desde entonces, España se desvertebra, siendo el catalanismo el síntoma más visible de esta enfermedad que arrastra a todo el país y que se traduce en la mediocridad e incultura de sus políticos. La «aristofobia», el odio a los mejores que citaría Ortega en otros textos.

En 'La rebelión de las masas', escrito en pleno auge de los totalitarismos, y que hoy tanto nos puede decir sobre nacionalismos y populismos de nuevo cuño, Ortega hace una constante defensa del individuo frente a una masa que actúa según sus instintos, masa a merced de dictadores fascistas y comunistas pero también, en las democracias, a merced de conjuntos gregarios a cuyos líderes corresponde la dirección de la vida pública. Para Vargas Llosa, Ortega teme con esto la desaparición del individuo dentro de lo gregario, que tiene uno de sus ejemplos en el nacionalismo, constituyéndose de esta manera un retroceso histórico que amenaza de forma gravísima la democracia.

En esta misma obra, Ortega rechaza el mito de que una nación se constituya sobre la raza, religión o lengua, sino que es un «plebiscito cotidiano», idea de Renan, en el que los miembros de la comunidad reafirman con su apego a las leyes e instituciones su voluntad de constituir una «unidad de destino». Una oda contraria a los nacionalismos y populismos actuales, en el que Ortega defendía también la unidad de los europeos en una supernación que hoy se ve amenazada por esos mismos fenómenos que el filósofo madrileño adelantara en la Europa de entreguerras.

Para Vargas Llosa si Ortega hubiese sido francés, hubiese sido tan conocido y leído como Sartre, si hubiese sido inglés, hubiese sido un Bertrand Russell, pero tuvo la mala suerte de ser español en una época en la que nuestra cultura atravesaba tiempos oscuros.

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