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La imagen se difundió justo el día de Navidad, el 25 de diciembre. El Cristo del Amor de Julio Anaya, el que pintó en unas ruinas de la Axarquía por el centenario de la Cofradía del Amor, había sido vandalizado. Eso, en sí, no debería ... sorprender. Quien pinta en la calle se expone a la ley de la calle. Aunque hay ciertos códigos no escritos en el mundo del grafiti y el arte urbano, no es la primera ni será la última vez que alguien pinte sobre el trabajo de otro. De hecho, parecía todo un logro que aquella imagen hubiera resistido intacta algo más de año y medio en un lugar muy conocido por los artistas del spray de la zona. Un sitio que se ha hecho tan popular que incluso cuenta con etiqueta en Google Maps: «El Cristo del Amor (Vélez Málaga): Destino religioso».
Pero esto ha sido diferente. Aquí nadie ha querido marcar su territorio o dejar su firma sobre la de Anaya. No le han pintado bigotes al Cristo ni le han plantado un símbolo obsceno al lado. Aquí hay una intención de hacer daño más allá del plano artístico a una imagen que ha sacralizado de forma espontánea un lugar abandonado, convirtiéndolo en un altar improvisado. Al Cristo le han borrado el rostro a base de spray y le han colocado una esvástica en el cuerpo. Ya no se trata solo de la falta de sensibilidad de quien destruye algo bello, seas o no creyente, lo que realmente sorprende es la ignorancia de quien lo hace.
Para empezar, porque si lo que pretendía esa persona era tachar de nazismo al cristianismo, le faltan muchas lecciones de historia. Si por el contrario se trata de una reivindicación nazi, le faltan todavía más. Porque cuesta, y mucho, entender que hoy se siga haciendo apología de una ideología que busca la destrucción del otro, del diferente, del que no es como tú. Y que lo hagan, precisamente, jóvenes que han crecido en un país que ha peleado tanto por la libertad y por la tolerancia. Jóvenes que tienen a su disposición mil maneras de informarse de lo que significa y significó el nazismo en Europa.
Muchos en las redes sociales hablaban estos días de «falsa bandera», como si quien lo hubiera hecho quisiera en realidad atribuir esa acción a alguna facción de extrema derecha con el fin de atacarla. Pero me temo que la explicación, probablemente, sea más simple y preocupante: que quien sea se ha apropiado de un símbolo y lo vomita sin nisiquiera saber lo que representa realmente, solo porque intuye que es un gesto de rebeldía, algo molesto e hiriente. Ya ha hecho la gracia. Sin más. Como decía hace unos días en este periódico el dibujante José Pablo García, que ha convertido a Franco en un personaje de cómic en la biografía del dictador escrita por Paul Preston, «hay adolescentes gritando su nombre en los institutos y no está de más que sepan lo que hizo».
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