El valor de las palabras
En estos tiempos faltan discursos e ideas que inspiren, más allá de la superficialidad, una convivencia basada en los valores y no en las trincheras
En esta era de la superabundancia informativa hay veces que cosas interesantes pasan de largo sin que nos demos cuenta. Es todo tan instantáneo que ... apenas profundizamos, quizá porque oímos y no escuchamos. Esta vez tuve la suerte de detenerme en la crónica de los Premios Princesa de Asturias, quizá porque uno de los galardonados, el escritor Eduardo Mendoza, es un 'proveedor de felicidad' y eso sí que merece atención. Repasando los discursos me saltó a la cabeza la importancia de las palabras, de las cosas bien dichas y de los pensamientos lúcidos y serenos, sin que ello este exento de humor: «En el colegio recibí una educación estricta, tediosa y opresiva. Tenazmente me inculcaron las virtudes del trabajo, el ahorro y el decoro, gracias a lo cual salí vago, malgastador y un poco golfo, tres cosas malas en sí, pero buenas para escribir novelas», dijo Mendoza. Nada como la sinceridad.
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Pero lo que me llevó a escribir estas modestas líneas fue el discurso de la Princesa Leonor, en el que vi reflejado a toda una generación, coincidente con las de mis hijas. «Debemos volver a lo esencial, al respeto por quienes piensan diferentes, por quienes SON diferentes, a la educación, a valorar a nuestras maestras y maestros y considerar nuestro tiempo escolar obligatorio como una etapa crucial en la que todos deben implicarse para que cada ciudadano libre tenga oportunidades», dijo en un mensaje que, pese a la institucionalidad del acto, sonó como el grito sordo de una joven de 20 años frente a un mundo que le causa insatisfacción, que probablemente no le gusta. También lo dijo Mendoza: «No soy optimista ni pesimista, porque no sirvo para prever el futuro, pero no me gusta el mundo tal como lo veo, quizá porque he tenido la suerte de vivir una larga etapa excepcional de relativa paz, estabilidad y bienestar. A mi edad, preferiría disfrutar de lo que hay y no andar quejándome de lo que falta, pero me temo que no podrá ser».
Si somos capaces de reflexionar sin entrar en debate formal y monárquico del acto, la gala de estos premios ofreció, para aquellos que quieran verlo, una visión profunda de nuestro tiempo, con la nostalgia de la serenidad que expuso Eduardo y la inquietud de Leonor. Él, abuelo; ella, nieta. Y ambos con una mirada del mundo que debería hacernos pensar a los padres. «Recordar lo que significa tratar bien al prójimo, salir de la trinchera, sacudirnos el miedo, unirnos para hacer las cosas mejor, pensar en que, si no miramos al otro, no sabremos construir en confianza», concluyó la princesa Leonor. Quizá el discurso del Rey vino a conectar ambas ideas: «Vivimos entre dos extremos que son, por igual, inquietantes». Por un lado, «el cultivo de un individualismo radical que puede llevar tanto a la indiferencia como a la soledad», una paradoja en sociedades tan interconectadas como las actuales. Por el otro, «una pulsión globalizadora que todo lo homogeneiza, que oscurece las diferencias, las singularidades; que degrada la diversidad. Y lo hace en favor de comportamientos gregarios, sujetos muchas veces a los dictados de una red, de un algoritmo».
Es difícil no conectar con estas ideas y más aún si las despojamos de los títulos y apellidos de quienes las expresan. Son, me atrevería a decir, los pensamientos de la mayoría, cansada de la confrontación, de la exclusión y de la superficialidad intelectual. Porque este hartazgo es el abono de la intolerancia, el populismo y la radicalidad. Hay que darle su sitio a la palabra para acallar los gritos, hay que escuchar al sabio para tapar la boca a los insensatos. El giro de los jóvenes hacia posiciones más extremas, especialmente llamativo hacia la derecha, no es más que el resultado de su descontento y también de su inconformidad. Las generaciones que hoy ostentan el poder, aquí y allá, no van a arreglar este desaguisado colectivo que ellas mismas han provocado, quizá por olvidarse de que la convivencia se sostiene sobre principios y valores sólidos. Y entre ellos el respeto a la diferencia, a la discrepancia, sin necesidad de destruir al que no piensa ni vive como tú. Ya lo dijo Mendoza en Asturias: «Las ciudades, como las novelas, son de todos y no son de nadie».
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