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Urnas chinas

JOAQUÍN L. RAMÍREZ

Domingo, 1 de octubre 2017, 12:54

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En las horas previas al desarrollo del 1-O se percibe la tensión en cada centímetro de España. No hay más tema de conversación que Trapero y sus Mossos, los colegios catalanes -a caballo entre ser lectivos y electorales-, los niños y sus padres o el macramé como actividad para echar el fin de semana. En tanto, las urnas chinas, de plástico opaco y con la senyera en blanco y negro, aguardan en mil lugares para ser mostradas al sol. Los 'oprimidos', con un fenomenal aparato institucional fraguado a lo largo de casi cuarenta años, han empeñado toda su versatilidad y amplio despliegue al desafío al Estado. La cosa pública catalana, sólo al servicio de los que quieren secesionarse, quiere arrasar la actualidad y la historia a toda costa. Hay partido, pero también y de antemano hay resultado. Se precinten o sellen las sedes electorales señaladas, hay que mostrar al mundo que se votó y, si se puede, que se votó mucho, casi todo. Sin junta electoral -los síndicos cesaron-, sin censo conocido, sin convocatoria legal, con la imperante necesidad de hacer triunfar el sí como sea, esta noche darán a conocer el 'éxito' de la consulta, caiga quien caiga y sea como sea. Con un poco de suerte nadie podrá impedir que voten los padres encerrados, y muy probablemente también los niños, ¿por qué no? aunque no les haya llegado la urna china. En el cole hay bolsas, cajas grandes y pequeñas, puede que peceras y hasta alguna urnita para votaciones del claustro, que podrían servir. Aparte, estarán los fantasmales datos del voto por correo, o puede que nos sorprendan con otros votos emitidos a través de internet con un procedimiento 'espontáneo'.

El mundo nos mira cocernos en nuestro propio laberinto, generado durante años a lo largo de las cuatro décadas más prósperas y políticamente más estables de nuestra historia. Amparados, además, por la Constitución más moderna, duradera y consensuada. La región más próspera, la de mayor inmigración de personas procedentes de todo el territorio nacional, la de mayor renta, mejores infraestructuras, mayor tasa de empleo, prosperidad y creación de riqueza, instó su proceso para abandonar «tanto sufrimiento, opresión, abuso y robo de un estado autoritario».

España está molesta, el desprecio de los que corean a los golpistas y acatan sus instrucciones se toma como el agravio que es. Decía Junqueras en una entrevista que «... ellos -els catalans- son genéticamente más cercanos a los franceses...» Son aportaciones de un impensable rigor histórico que revelan intenciones e inspiración realmente tragicómicas e intolerables, mejor no analizarlas.

La respuesta institucional de España ante el auténtico e indiscutible golpe del estado que lidera Puigdemont, la máxima autoridad estatal en Cataluña, es excesiva para algunos e insuficiente para otros. El desafío está planteado y se reitera todos los días, detener al presidente de la Generalitat será desagradable pero llegará, también unos se rasgarán las vestiduras considerándolo inaceptable y otros dirán que ya es tarde. Pero en un estado de derecho que se respeta, todo llega cuando toca, sin que la pasión ciegue a quienes tienen las más altas responsabilidades, haciendo frente a ellas con justeza, prudencia y determinación.

Aunque quiera envolverse en terciopelo o democracia, el 1-O de 2017 es tan grave y de igual tenor que el 23-F de 1981. Ambos son golpes de estado, el de Tejero terminó en 'putsch' -intento fallido-, el de los secesionistas de la Generalitat también lo será, lo está siendo hoy, ahora.

Las agencias de rating, aún esta grave crisis, mantienen la puntuación de España, pero nadie debe dudar que situaciones como la actual influyen negativamente en la recuperación económica. Los amotinados, cegados por las mentiras y los empujones, no reparan en nada, los negativos efectos de su acción se van a dejar sentir dentro y fuera de tierras catalanas. Es patético Junqueras, casi tanto como Carles Puigdemont, lo es Forn y hace ostentación de ello Turull -el portaveu-. Todos ellos han arrastrado a una sociedad a su fragmentación y hasta alguna revuelta sin que les importe nada, es la imprudencia, la temeridad, el desahogo, es el dechado de virtudes que les adornan.

Como dice el escritor catalán Eduardo Mendoza: «la Historia nos enseña que no se grita por las calles que no hay democracia cuando realmente no hay democracia...»

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