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Esta semana la muerte ha desplegado otra vez su juego traicionero secuestrando con alevosía a mi querido Gabriel Padilla (Málaga, 1949). A Gabriel había que ... tratarlo con el cuidado que deben abordarse esas mentes privilegiadas que no se detienen ante nada ni nadie, ni siquiera ante él mismo. Como algunos artistas de pura cepa Gabriel necesitó hacer un viraje hacia el ostracismo, y lo realizó sin estridencias. Un buen día, hundido en el almanaque del tiempo, me confesó que se había dado cuenta de que carecía de talento pictórico, yo le rebatí, y discutimos. Confieso que Gabriel Padilla era poseedor de una lengua fulminante que echaba chispas, pero también irradiaba una simpatía metálica, inteligente, sarcástica, intuitiva.
Gabriel sabía escuchar, y mientras tú hablabas él extraía certeras conclusiones. Las cosas deben ir en su justo medio, sigo creyendo que se fue antes de irse y que su exilio lo sufrió nuestra ciudad, que cuando quiere sabe ser la madrastra de Blancanieves: se constató en su funeral en el que, salvo excepciones, brillaron las ausencias. Como escribe Chauteaubriand en 'Memorias de ultratumba' «nada más velado que el recuerdo», porque las situaciones se confunden, sesga unas cosas, interpreta como quiere, es parcial, sin embargo, va al tuétano, a la esencia de los momentos que pasaron y de los que no se deja rastro. Pero de ahí puede extraerse su grandeza, la de ser una mentira que dice siempre la verdad. Lo cierto es que tengo en mente a Gabriel como una pérdida irremediable.
Hace mil años -quiero decir en 1983-, le conocí cuando pintaba en un piso de Armengual de la Mota, en el que también recalaba su compañero, el también pintor Joaquín de Molina, después de todo, después de Berlín, después de Bowie, después de Dios: portaba el veneno en la piel y su precipitada marcha se despachó igualmente con cierta sordina. Gabriel organizó, durante o poco después, una exposición total, ruda, radical, verdadera, que denominó 'Vida moderna', los creadores modernos invadieron la ciudad en distintos espacios, y tengo el honor de que me pidiera escribir una nota para el diario SUR, que quizá fuera mi primera colaboración en este periódico.
La pintura de Gabriel Padilla navegó en solitario -apoyado de manera intermitente, eso sí, por Tecla Lumbreras y Alfredo Viñas-, y se le emparentó con la nueva figuración de, entre otros, Carlos Durán o José Seguiri, sobre todo tras su colaboración con ellos en el 'Templicón', Puerta triunfal de homenaje a la pintura, misterioso mueble simbólico ideado por Juan Antonio Ramírez, que sigue en pie después de treinta años: otro milagro. En las paredes de mi casa cuelga un óleo de Gabriel Padilla que se titula 'Odalisca bañándose en aguas termales', y que fue un regalo 'fauvista' tan suyo, de colores atemperados, que me hizo este pintor eléctrico al que Málaga debe un homenaje real, matérico, tangible. Queda escrito.
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