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Tolerar, comprender, justificar

Tolerar, comprender, justificar

Relaciones humanas ·

JOSÉ MARÍA ROMERA

Domingo, 15 de abril 2018, 10:16

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Oímos con frecuencia que en nuestras sociedades falta tolerancia, y que la convivencia ganaría mucho si todos nos guiáramos por el sencillo consejo del filósofo Levinas, según el cual todo se resume en un «usted primero» practicado más a menudo. La conversación pública se distancia cada vez más de las actitudes tolerantes, las que, lejos de retóricas pomposas, conciben la tolerancia como una herramienta de uso doméstico que permite compartir espacios, establecer preferencias de tránsito y, en suma, evitar atropellos. A fin de cuentas, conducirse con tolerancia no viene a ser otra cosa que atender al dictado de la cortesía. «Concede a tu espíritu el hábito de la duda, y a tu corazón, el de la tolerancia», recomendaba Lichtenberg. Pero no basta con eso. Los pactos de tolerancia corren el peligro de quedar en meras convenciones aceptadas sin convencimiento y practicadas a regañadientes, como un imperativo formal que todos acatan en la superficie pero que no obra más efecto que el de reducir tensiones y conflictos sin que eso suponga necesariamente resolver los problemas que los originan. Porque tolerar es consentir, no reconocer. La tolerancia no aproxima, sino que mantiene las diferencias y a menudo la agranda: bastante hago, se dice el tolerante, con respetar los derechos de aquellos de quienes discrepo y con reconocerlos iguales. ¿Se me exigirá agregar a tan generoso esfuerzo el de obligarme a entender sus razones?

Este es precisamente el paso que nuestros tolerantes suelen negarse a dar: el de la comprensión. De poco sirve un equilibrio pacífico sostenido en tolerancia si no se acompaña del propósito de reconocer los porqués del adversario. Tolerar es un hábito de la conducta; comprender es una operación del entendimiento que se aproxima al objeto con el fin de hacerse cargo no solo de su presencia sino de la mecánica que lo mueve y de la naturaleza que le da sentido, si es que lo tiene. En estos tiempos de niebla lo más difícil de conseguir ante situaciones nuevas no es tanto adaptarse a ellas como reconocer sus rasgos, es decir: disponer de descripciones fiables de la realidad antes de emitir juicios apresurados sobre ella. Comprender supone acercarse lo más posible a la descripción ideal, lo que significa al mismo tiempo interpretar sus razones.

No es una exigencia tan severa, si sabemos vencer esa pereza mental que nos tienta a no salir de los límites de lo acostumbrado y nos aventuramos a descubrir realidades nuevas. En última instancia, indagar en los motivos de la gente constituye un interesante ejercicio de curiosidad que en el peor de los casos nos brinda ocasiones para el entretenimiento y el regocijo. La mayor dificultad para comprender procede, sin embargo, del miedo a que la comprensión de aquello que no aprobamos sea vista como una abdicación, una renuncia o una traición a nuestros principios. Hay una larga tradición de pensamiento que vincula el hecho de comprender algo inicialmente incomprensible o reprobable con el de su inmediata justificación, con la exoneración de aquel a quien considerábamos culpable o, directamente, con el paso con armas y bagajes a las posiciones del enemigo. «Comprender es el comienzo de aprobar», sostiene Spinoza. Y Primo Levi lo corrobora: «Comprender es casi justificar». Es decir: la comprensión como un síntoma de debilidad.

«Te comprendo», decimos, y al decirlo concedemos al otro el beneficio de la duda, rebajamos el rigor de nuestros juicios sobre su conducta, damos a entender que una vez oídas sus razones o conocida su situación empezamos a identificarnos con lo que le sucede y con lo que hace. Somos 'comprensivos', en suma. Pero hay aquí un error de lenguaje, o más exactamente de interpretación del significado de las palabras, consistente en trasladar su contenido intelectual al espacio semántico moral. Uno puede llegar a 'comprender' las razones del más vil de los asesinos (es decir, a entender qué le ha llevado a cometer el crimen), pero lo único que habría hecho el 'comprensivo' es interpretar si cometió el crimen por venganza o por ambición, por ira o por debilidad, o por todo ello al mismo tiempo, y ahondar en los abismos de su mente hasta dar con un trastorno o una obnubilación o un puro y simple impulso maligno. Quién sabe. Pero por muy detallada que fuera la explicación así obtenida, no habría por qué confundir la justificación moral de ese crimen.

Es cierto que todo conocimiento nos acerca a la indulgencia y por tanto relativiza las opiniones y los juicios. Pero habría que preguntarse si eso no es debido a la escasa consistencia de nuestras convicciones, a la fragilidad de aquellas verdades que teníamos por firmes. La comprensión de las razones ajenas puede legitimarlas unas veces, pero otras saca a la luz sus defectos, carencias y limitaciones, y por tanto fortalece la opinión negativa que teníamos formada sobre ellas. Si nos resistimos a practicar la comprensión -que, en su lado virtuoso, nos iguala como seres humanos, demasiado humanos- es por miedo al ver reflejada en su espejo la imagen precaria que nos devuelve de nosotros mismos. Y, admitámoslo, por otro miedo peor a ser tachados de equidistantes o relativistas. Conviene tenerlo en cuenta.

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