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Dice Andrea Köhler, en su precioso ensayo 'El tiempo regalado', que «en el apretado calendario de las horas regladas, la espera es el folio en blanco que hay que llenar». Hoy, como sucede cada cuatro años, febrero nos regala un día entero con su correspondiente noche, doce horas como doce soles y doce horas como doce lunas, que nos excluyen por un rato del reloj y nos incitan a pensar que, en el fondo, todos los días son la antesala de algo. No es tan habitual que, en medio de la certidumbre propia de los horarios y de las prisas que rigen el tiempo que nos ha tocado vivir, surja de pronto un espacio de tiempo regalado, un día superpuesto a la rigidez del almanaque; y mucho menos que, por si fuera poca la suerte, ese día caiga en sábado.

Así que, si tienen la posibilidad de disponer de este 29 de febrero con libertad y buena temperatura, no lo duden: tómense un par de copas en alguna terraza, una de ellas a mi salud; muevan el culo en los bares de siempre, que -ya lo decía Shakespeare- nunca serán tan jóvenes como esta noche; levántense a las tantas de resaca, y pregúntense qué coño han hecho ustedes para merecer esto; desayunen tortitas americanas con nata montada, o sirope de caramelo, lo que sea, pero algo que se les quede atascado en la garganta y en las arterias; salgan a pasear, que las calles nunca brillan tanto como cuando tenemos tiempo para recorrerlas; dense un capricho, una cosa tonta, minúscula, emocionante; permitan que el orgullo les hinche la tripa, y encárguense de que sus hijos, sus amigos, sus padres, sus parejas, sus amantes, sepan que hacen sus vidas un poco mejores.

En definitiva: vivan, carajo, vivan, y dejen -aunque sea por un día- de estar a la espera.

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