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Voltaje

Una tapa de grillos

Algunos locales malagueños ya tienen una reconocida experiencia en servir insectos

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Martes, 1 de mayo 2018, 09:28

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Desde que en el mes de enero la Unión Europea normalizara la venta y el consumo de insectos en nuestro territorio comer bichos se ha convertido en la última tendencia. Los ecologistas andan contentos, los fanáticos de la salud observan el proceso sin miramientos y el resto de mortales asistimos con cierta incredulidad a la posibilidad de comprar grillos en el mercado de nuestro barrio. Como cabía esperarse, junto a esta excentricidad gastronómica ha surgido en paralelo una bichomanía con acento gourmet. Málaga jamás se ha quedado atrás en nada: hace ya más de cinco años que opera en Coín la primera granja de insectos de España, que por desgracia no se llama Bichos, S. A., pero su comercialización en nuestro territorio había permanecido más o menos vetada para nosotros, hasta ahora.

Como bien es sabido, comer insectos es algo habitual en países remotos como México, China, Vietnam, Tailandia o Sudáfrica. Desde Colombia llega por ejemplo la hormiga culona, una especie de himenóptero con un trasero más grande que Beyoncé que se consume tostado para potenciar su sabor dulce. En muchos lugares hay tradición en la venta y el consumo de escarabajos, orugas, abejas, saltamontes, cigarras, cochinillas (el colorante rojo de los yogures de fresa suele llevarlas), chinches, libélulas o moscas. Recordemos que hablamos de su consumo de forma voluntaria, porque si nos ponemos estrictos con la novedad algunos locales malagueños ya tienen una reconocida experiencia en servir insectos. De todas las anécdotas existentes, me quedo con una de un escritor que cuenta la historia de cuando acudió a un señero local del centro dedicado a las cosas del freír y encontró en su plato de calamaritos lo que parecía a todas luces ser una cucaracha frita. La sospechosa velocidad en la que su plato fue sustituido trajo como resultado que la paranoica intelectualidad malagueña no pisara jamás aquel local que todavía continúa abierto con otros dueños y un nuevo insecticida.

Pero ojo, porque el relativismo gastronómico también nos afecta a nosotros. Muchos extranjeros consideran una rareza que nos pirremos por una sopa de tomate fría llamada gazpacho, y se echan las manos a la cabeza cuando nos ven hincarle el diente a un cochinillo espatarrado, un conejo al horno con sus hierbas, un rabo de toro, la lengua de vaca cocida o ciertas partes del cerdo como los callos o las manitas. Incluso nuestro preciado jamón ibérico sería capaz de despertar muecas de extrañeza en algún rincón del mundo. Y mejor no hablar de los caracoles, o de la sangre frita. Por lo tanto, nada que objetar respecto al relativismo siempre y cuando cada uno se coma lo suyo. Por ahora, quien esto suscribe se inclina por reservar la ingesta discrecional de parásitos en sus contadas excursiones a países exóticos, aunque tampoco se descarta que seamos los primeros en apuntarnos. El futuro, desde luego, no es como nos lo habían pintado.

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