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El silencio de las imágenes

El silencio de las imágenes

La palabra hecha imagen y televisada es otra forma de silencio que impone la que algunos llaman caja tonta, pero que sabemos que es muy lista. Tanto, que algunos quieren pasar de la tertulia al poder

JOSÉ FRANCISCO JIMÉNEZ TRUJILLO. PROFESOR DE HISTORIA

Lunes, 5 de marzo 2018, 07:31

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E n el principio existía la palabra. Más tarde, nuestros ancestros fenicios nos la pusieron por escrito. Y llegado nuestro idioma, un tal Antonio de Nebrija quiso ponerla en orden bajo unas normas que llamamos gramática. Desde hace tres siglos una venerable institución 'limpia, fija y da esplendor' a la lengua española, y lo hace según su estatuto primero «desterrando todos los errores que en sus vocablos, en sus modos de hablar, o en su construcción han introducido la ignorancia, la vana afectación, el descuido, y la demasiada libertad de innovar». Escuchando algunos portavoces de la patria parece que aquellos primeros cruzados de la lengua española aún tienen trabajo.

Sin embargo, su tarea ahora se ha vuelto quijotesca. Ya no se trata sólo, como también decía aquel estatuto, de distinguir las palabras anticuadas de las usadas, o las burlescas de las serias, o las propias de las figuradas. La palabra se ha hecho imagen y habita entre nosotros a velocidad digital desde cualquier tribuna -parlamentaria o rapera- a cada una de las pantallas que nos absorbe. El nuevo vocablo no se asienta tras décadas de uso popular; basta algún iluminado que dé imagen y sonido a su personal descubrimiento y ya tiene un certificado viral, que siempre podrá contrarrestar al tortuosamente expedido por la Academia. Puede que sea el triunfo de lo políticamente correcto, pero lo es más del uso y abuso de la imagen. Y del silencio acrítico que acaba imponiendo.

En el conocimiento de la historia se ha considerado la imagen como un instrumento básico al servicio del poder y de obligada lectura como 'el ojo de la época' para comprender bien cualquier civilización. Podemos encontrar los mejores ejemplos en el uso que hicieron de ella los sistemas autoritarios, desde el Egipto faraónico hasta las dictaduras más sangrientas del siglo XX.

Sin embargo, para cuando corresponda hacer el análisis histórico de esta nueva época, todavía sin nombre -'poshistoria', quizás-, las imágenes valdrán por su especial efecto narcotizante, por su capacidad de anular el pensamiento complejo, por su poder para provocar el silencio. El bebé ha dejado de molestar consumiendo su propia pantalla; los más pequeños pueden competir con sus videojuegos sin el menor roce y sin mirarse siquiera; los adolescentes pueden agotar su natural narcisismo a base de 'selfish'; y los adultos buscan nuevas series en las plataformas que son nubes o evitan el pensamiento propio consumiendo altaneras tertulias, sean políticas o deportivas, que lo mismo da. La palabra hecha imagen y televisada es otra forma de silencio que impone la que algunos llaman caja tonta, pero que sabemos que es muy lista. Tanto, que algunos quieren pasar de la tertulia al poder. Lo tienen cada vez más fácil. Parece ser que el pasado mes de enero se batió el record histórico de consumo de la televisión en España: 261 minutos al día, que son cuatro horas y veintiún minutos contemplando cómo se pasa la vida, que diría un tal Manrique. Y tan callando.

La publicidad es, sin duda, el mejor vehículo para la imagen. Lo demuestra el que soportemos una media de tres mil impactos publicitarios al día, apenas sin palabras. Es un dato que hace innecesario explicar por qué somos adictos al consumo. Con el móvil, que ya dejó de serlo, la imagen ha dado un paso definitivo y se ha vencido a sí misma gracias al poder de la memoria tecnológica. En realidad, no disfrutamos de ella, la almacenamos, probablemente para no verla más. Su triunfo es total, especialmente como agente educador fuera del aula.

Y dentro. Es innegable que, en cualquiera de sus formatos, la imagen puede ser un recurso muy útil para alcanzar los valores detallados en cualquier proyecto educativo. Pero lo será siempre que al final nuestros alumnos no confundan, por ejemplo, la Historia con Juego de Tronos. O no se paralice el desarrollo de cualquier tema porque no venga acompañado del consabido PowerPoint, un programa del que ya se ha dicho que un uso forzado nos puede volver estúpidos. Siempre que la imagen no imponga el silencio y resulte incómodo pulsar el 'stop' ante una mano alzada que anuncia una pregunta. La enseñanza puramente transmisora, con justicia denostada, también puede serlo con el discurso de las imágenes, cuando la atención es tan absorbente que no da lugar al reposo de las ideas y la palabra, como en cualquier anuncio, queda reducida a una sentencia. No mucho más que un 'mola' o 'me gusta'.

Téngalo en cuenta el profesor que empieza. Su palabra nunca debe de ser ahogada en el aula; antes bien ha de ser un agente provocador que disuada de cualquier tentación uniformadora tan propia de una pantalla. El fracaso escolar tiene también mucho que ver con la discriminación en el uso de la palabra. Por eso, después de cualquier visionado, no es mala cosa escribir una pregunta en la misma pizarra digital. Verá que su eco puede ocupar todo el espacio del aula, que es casi un universo, y que los alumnos con la boca entreabierta no responden. Buena señal. Están ejercitando una actividad que les es inusual. Piensan. Hasta que alguno que sostiene disimuladamente el móvil en la mochila no se resiste y dice «profe, me estás rayando». Entonces el profesor puede sonreír satisfecho: ha triunfado sobre la pantalla y ha roto el silencio de las imágenes.

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