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REGORDIMIENTOS

NIELSON SÁNCHEZ-STEWART

Miércoles, 16 de enero 2019, 00:57

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Para mis posibles lectores extranjeros, especialmente para los del norte de Europa que tienen su propio sentido del humor, debo aclarar que no se trata de un error tipográfico sino de un ingenioso juego de palabras que, por cierto, no es mío, aunque lo encuentro muy gracioso y oportuno en estos días que estamos viviendo. Todos somos conscientes de los excesos que hemos cometido durante el periodo navideño que cada vez se asemeja más a una orgía gastronómica que a una fiesta religiosa, a la tradicional celebración del paso de un año a otro o al equinoccio de invierno. A las sucesivas cenas de las noches más señaladas se suman a las comidas de empresa que ya son obligadas y que producen algunos problemas sobre los que me podría extender un rato, las que convocan los amigos y las instituciones a las que unos pertenece, como si no hubiese fechas más apropiadas y menos congestionadas, febrero, por ejemplo. Se agrega la ingesta de turrones, polvorones, de toda clase de dulces y pasteles y el trasegar de cerveza, vino, cava y otros licores en cantidades inusuales. El resultado, como no se le escapa a nadie, es que cada uno gana en peso por lo menos el cinco por ciento del que tenía a primeros de diciembre. Ahora, transido por el remordimiento, se propone bajarlo para que quepan las camisas, vestidos y demás atuendo. Porque dentro de nada viene el veranito y ya no se podrán esconder las mollas.

Esto sucede cada año pero nunca había visto tanta preocupación por recuperar la línea. No sé si la imagen ha adquirido una relevancia mayor, si estamos comiendo más para olvidar o porque estamos deprimidos frente a las noticias con las que despertamos cada día y que nos confirman y nos amplían al mediodía y por la noche para que nos vayamos a la cama contentos. Los dietistas están haciendo su agosto. En Marbella hay una científica que nos da consejos en la radio y nos conduce sutilmente a su consulta para solucionar nuestro problema. Parece muy segura de lo que dice y muy verosímil su método pero no me convence ni su dieta ni ninguna de las que he probado en mi vida salvo la de no comer que es infalible. Tiene sí, varias contraindicaciones, entre las cuales, morirse no es la menor. Y ni siquiera ésta impide el llamado efecto rebote, la recuperación casi instantánea de los kilos que se han perdido que, además, invitan a algún amigo al aposentamiento por lo que después de pagar los costos inevitables, sale el tiro por la culata. Alguien se quejaba con acierto que muriéndose las células del cerebro, de manera, según dice, irrecuperable, el envejecimiento de otras para siempre, las malditas de la grasa excesiva parecen inmunes a todo proceso de eliminación. Igual que sucede con la caída del pelo que es una desventura que aqueja a todos los hidalgos de nacimiento y demás aristócratas y nobles de toda la vida y que no aqueja a los que nacimos en humilde cuna, no se ha encontrado un remedio eficiente al exceso de peso. Nos amenazan con que el fenómeno va a peor, que un porcentaje importante de niños ya son obesos, que los traseros no cabrán en los asientos, que no es recomendable coger un vuelo en una línea de bajo costo en clase turista sin enterarse de las dimensiones de los vecinos, que hay que seleccionar a los compañeros de viaje cuando se coge un ascensor -tengo experiencia en estar encerrado con un cliente en uno circunstancialmente estropeado de muy reducido tamaño que subía a una notaría que radicaba sobre una tienda de ropa-y tomar otras precauciones ya que no sólo aumenta la población en número sino también en envergadura.

La culpa no la tiene la comida basura ni el Mediterráneo nos vendrá a salvar de este triste destino. Es el sedentarismo en el que se ha transformado nuestro diario vivir el responsable. Hasta no hace mucho, la gente se trasladaba de un lugar a otro, incluso a aquellos a distantes, andando. La bicicleta fue un gran avance. Las escaleras se subían a macho talón porque el ascensor se inventó bastante después de la propiedad por pisos, se cavaba la tierra, se segaba con una hoz -hoy es un instrumento antediluviano con una significación heráldica que pocos recuerdan-, se fregaban los suelos de rodillas, se cosechaba con unos gestos malísimos para la espalda pero inmejorables para los michelines. Si se miran las películas que se han conservado de los años treinta dos cosas llaman la atención: todos con sombreros y ninguno gordo.

En el pueblo, el paseo marítimo es la solución buscada para tratar de cerrar la abotonadura.

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