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JOSÉ MARÍA ROMERA

Viernes, 13 de julio 2018, 09:47

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Hace apenas mes y medio que perdimos de vista a Mariano Rajoy, y casi se diría que ni siquiera existió, que Sánchez siempre estuvo ahí. El mecanismo mental de la masa ciudadana tiende a perpetuar la imagen de sus líderes, pero solo mientras los ve en lo alto. El poder siempre inviste de cualidades superiores a quienes lo ostentan aunque luego, al llegarles el final, el granito se torna humo en un abrir y cerrar de ojos y lo que parecía imprescindible se desvanece en la pura anécdota. Bien es cierto que el comportamiento del ex presidente ha favorecido esta transición a la nada. El jarrón chino ha preferido ser botijo en el litoral de Santa Pola, de donde nos llega la única noticia de que cierto registrador de la propiedad acostumbra a comer todos los días en cierto restaurante. De la crónica de la alta actualidad política a los insignificantes ecos de sociedad. «Huyó lo que era firme y solamente / lo fugitivo permanece y dura», escribió Quevedo. Con la misma obstinación con que se mantuvo durante treinta años en diversos escalones del poder, Rajoy ha pasado de lo firme a lo fugitivo sin solución de continuidad. Las primarias del PP podrían haber sido el último reducto de su ya triturada memoria, pero da la impresión de que ni siquiera a los que fueron los suyos les tienta lo más mínimo mencionarlo. El principio político y humano de la quietud, al que tanto se acogió y que tantas veces sirvió de argumento para la defensa de Rajoy y de sus maneras de estafermo, ha caído con todo estrépito y ahora es sustituido por una sucesión de urgencias febriles que él estará observando desde su retiro con irónica displicencia. Si bien se mira, es una manera honrosa de marcharse. Borrar las huellas hasta no dejar ningún rastro que hipoteque a los sucesores. Hacerse invisible para dejar que otros destaquen. Pero quizá no ha sido la consecuencia de un guión escrito por Rajoy, sino de una nueva realidad de los tiempos que imponen la fugacidad en todos los órdenes de la vida. Los acontecimientos se precipitan de tal manera que nada ni nadie tiene la garantía de la inamovilidad. Lo queremos todo deprisa, como esos nerviosos espectadores de series televisivas que aceleran la reproducción para verlas a una velocidad superior a la que son emitidas.

Es esta una época de lecturas rápidas, un tiempo que lee la historia en diagonal como un flujo de acontecimientos en bruto, sin ritmo ni cadencia, sin que entre lector y personajes se llegue a crear el vínculo emocional que se creaba en los viejos relatos. Ya no hay pasado que valga. La ventaja de este culto a las prisas voraces es que no deja lugar a la nostalgia. Hace apenas mes y medio que perdimos de vista a Rajoy, y no lo echamos de menos ni siquiera en estas tardes del Tour en las que su condición de estadista brillaba con el máximo esplendor.

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