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Regino

Antonio Ortín

Málaga

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Lunes, 26 de febrero 2018, 07:48

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Probablemente aún quede alguien que no haya calibrado bien la magnitud del bronce olímpico logrado por Regino Hernández en Pyeongchang. Un dato basta para entenderlo: en la galería de hitos olímpicos de invierno sólo hay tres apellidos españoles, el del malagueño, el de Javier Fernández y los Fernández Ochoa, Francisco y Blanca. A partir de ahí, es fácil imaginar el significado de su hazaña, bien recogida estos días por buena parte de la prensa salvo, claro está, algunas de esas cabeceras que tan ebrias están del circo del fútbol que parecen ya más un ‘Sálvame’ del balón que diarios de referencia deportiva. Pero esa es otra historia. Lo cierto es que Regino Hernández ha escrito su nombre en bronce en la Historia del Olimpismo español y eso, en fin, está al alcance de muy pocos. Lo que no resulta tan sencillo es pensar en lo que hay detrás de esa medalla. Porque uno ve a Regino sobre el podio y evoca la lista de renuncias, ese camino que ha seguido el mijeño en paralelo a los de su generación para ser el tercero mejor del mundo en volar sobre la nieve, en rendir al Planeta ante ese intenso minuto que nos puso un nudo en la garganta y nos levantó de la mesa del desayuno para esbozar un ‘ole, di que sí, ya es tuyo’, como si la pantalla de TDP fuese el pinganillo que nos comunicaba directamente con Corea.

Pero mucho antes de ese momento épico, concretamente hace dos décadas, aquel niño de cuatro años se subía por primera vez a una tabla de ‘snowboard’y comenzaba sin saberlo una trayectoria ejemplar de superación.

El precio de esa vocación habrá sido probablemente una sucesión de madrugones para llevar al pequeño Regino a Sierra Nevada, a Aragón, quién sabe hasta dónde. A la primera cumbre donde hubiera un poco de nieve para que pudiera desplegar y pulir las destrezas, el equilibrio; a dominar el vértigo y la posición del cuerpo; a saber caerse y superar los miedos. Y luego, claro, la soledad previsible de los deportistas minoritarios, sin ayudas ni apoyo de nadie, ejerciendo de bichos raros. Pienso en Regino y me acuerdo de esos nadadores que cada día sin tregua están a las cinco y media de la madrugada en la piscina. O en el atleta o el ciclista que cada amanecer desafían a la escarcha para pelearle una décima de segundo al cronómetro y tocar cajón en la siguiente prueba del calendario. A veces con un bocadillo para ir tirando; otras estudiando en el autobús de regreso, evitando que los párpados sucumban al cansancio y al día siguiente puedas dar la talla en el instituto. Y, quizá, sólo quizá, algún día digan tu nombre en el telediario.

Hoy, que andamos tan sobrados de falsos héroes tatuados de superficialidad que pisan con botas de tacos los campos de césped de medio mundo y pueblan la pantalla de la tele, qué bien nos viene para nuestros hijos el ejemplo de estos nómadas del esfuerzo.

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