Recordando a Carlos París en el centenario de su nacimiento
Carlos París fue ante todo un hombre dedicado a la vida universitaria, ejerciendo siempre una función renovadora de la institución
Diego Núñez
Catedrático jubilado de Filosofía
Miércoles, 4 de junio 2025, 02:00
Llegué a Valencia a finales de septiembre de 1961 para iniciar los estudios de Filosofía y Letras. Entonces, los dos primeros años de la carrera ... eran comunes a todas las especialidades; en el ámbito filosófico, en el primero existía una materia de 'Fundamentos de Filosofía', y en el segundo, otra de 'Historia de los Sistemas Filosóficos'. Yo iba equipado, entre otras cosas, con el manual de Millán Puelles, que un amigo malagueño me había prestado tras usarlo él en Madrid. Con la mejor intención me dijo al dármelo: «Ya verás lo útil que te va a resultar para pasar Fundamentos». Para aquéllos que no llegaron a conocerlo, hay que decir que el libro de Millán se movía dentro de la Escolástica pura y dura. Mas a la semana de estar en Valencia, un compañero del Colegio Mayor San Juan de Ribera de Burjasot, donde yo residía, en un gesto de insólita solidaridad con un novato, me facilitó el programa de Fundamentos que él había estudiado. Su autor -me comentó- es «un catedrático interesante que no hace mucho ha llegado a la Universidad valenciana y que se llama Carlos París». Yo lo estuve hojeando detenidamente, y para mi sorpresa, aquello era otro mundo; no tenía nada que ver con el libro de Millán. Había temas de Lógica moderna, temas que relacionaban la filosofía con la ciencia y con la sociedad de la época, temas de índole antropológica, en fin, era un programa muy sugestivo y eficaz incitador de inquietudes filosóficas. Nunca olvidaré que ya en los inicios del programa se hablaba del racionalismo prometeico, un concepto de gran rentabilidad para comprender el verdadero espíritu de la cultura moderna. Asimismo, París reclamaba el rescate del pasado filosófico español sin anteojeras ideológicas, lo que era muy de agradecer en un ambiente como el franquista.
Al terminar los dos Cursos Comunes, me vine a Madrid para seguir la especialidad de Filosofía en la Universidad Complutense. Aquí, con la honrosa excepción del profesor Aranguren, el panorama era desolador. La estancia en la Facultad suponía la más rotunda inmersión en la Edad Media. Y esto no es ninguna expresión metafórica: en Lógica, por ejemplo, había que estudiar el manual del Padre Gredt, que estaba escrito en un latín macarrónico. En Metafísica, uno podía acabar esquizofrénico, pues en esos años se estaba produciendo, a modo circense, el salto mortal de Juan de Santo Tomás a Heidegger. Para compensar mis frustraciones, dado que ir por la Facultad era perder el tiempo, yo me matriculé en la Escuela Diplomática, de donde me vino mi afición por la geopolítica. De no haber prosperado la vocación universitaria, que tanto me atraía, la de diplomático hubiese sido la otra opción en mi vida. Al mismo tiempo, yo mantenía una relación epistolar con Carlos París, en la que le comentaba la solemne vacuidad de las clases en la especialidad.
Tras el torpe e injusto expediente a Aranguren en 1965, el decanato decidió, para que este atropello no perjudicara a los alumnos, que continuara las clases Javier Muguerza, su adjunto. Al terminar el curso, a modo de reparación, el ala más liberal de la Facultad de Ciencias Políticas y Económicas (Paulino Garagorri, José Antonio Maravall, José Luis Sampedro, Enrique Fuentes Quintana, etc.) consiguió que se le ofreciera a Muguerza un encargo de cátedra, y allí nos nombró en seguida como ayudantes al pequeño grupo de alumnos afines a Aranguren. A pesar de la buena voluntad de los citados profesores, nuestra situación en la Facultad de Políticas era bastante precaria: ante la brigada político-social no dejábamos de ser gente peligrosa por nuestras ideas políticas y filosóficas. Prueba de ello fue que, cuando se declaró el Estado de Excepción el 24 de enero de 1969, Muguerza formó parte de los 20 desterrados a inhóspitos lugares de la geografía española, y a sus colaboradores se les retiraron los pasaportes.
En estas aciagas circunstancias, una tarde de septiembre de 1968 recibí una llamada de Carlos París, comunicándome que le habían encargado la formación del Departamento de Filosofía de la recién fundada Universidad Autónoma de Madrid. Ocurrió que, al amparo de los afanes reformistas del ministro Villar Palasí, a modo de núcleos piloto de la pretendida reforma, el Gobierno decidió crear las Universidades Autónomas, mas pocos años después se pudo comprobar que el Régimen franquista, por sus propias limitaciones políticas, era incapaz de digerir las reformas que él mismo había puesto en marcha. El objetivo prioritario de París era la selección de un profesorado adecuado para el nuevo departamento. Me dijo en este sentido que los dos adjuntos que tenía en Valencia habían decidido quedarse allí al tener plaza fija. Yo le sugerí que hablara con Javier Muguerza, cosa que hizo en seguida. Quedaron a cenar en el Colegio Mayor Covarrubias, donde París se alojaba, y en esa cena acordaron que el puñado de jóvenes profesores cobijados por Muguerza en la Facultad de Políticas se integrara en el departamento de la Autónoma. La postura de Carlos París fue realmente valiente con esta decisión. Así fue cómo se formó el primer profesorado de filosofía en la Autónoma de Madrid. Por eso, mis recuerdos de Carlos París irán siempre unidos a un afán de gratitud, pues gracias a él, de estar desahuciado en el plano filosófico-laboral, pasé a desarrollar una larga carrera académica.
A modo de hilo conductor de estos recuerdos, quisiera destacar que Carlos París fue ante todo un hombre dedicado a la vida universitaria, ejerciendo siempre una función renovadora de la institución, a pesar de todos los obstáculos políticos, sobre todo en los primeros tiempos de la Autónoma madrileña. Como él mismo manifiesta en sus 'Memorias de medio siglo', «fue la Universidad el eje perenne de mi vida».
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