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José Ibarrola
El reconocimiento de Guaidó

El reconocimiento de Guaidó

La tribuna ·

Los actos internos, aunque puedan ser ilícitos, como el caso de la declaración unilateral de independencia, pueden tener efectos si hay actores externos que los reconocen

Josu de miguel bárcena

Miércoles, 6 de febrero 2019, 00:35

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El Gobierno español y otros ejecutivos europeos ha reconocido, finalmente, a Juan Guaidó como presidente de Venezuela. Se trata de un paso más en su cautelosa posición desde que Estados Unidos y otros actores claves de la región, como Colombia, Chile o Brasil apoyaran el movimiento de la asamblea del país caribeño. Ese movimiento implica entender, según el artículo 233 de la Constitución, que en Venezuela hay una falta de presidente de la República, en tanto en cuanto éste habría sido ilegítimamente elegido en las elecciones convocadas por la asamblea constituyente para mayo pasado. Los comicios se desarrollaron en un clima de irregularidades electorales y de falta de igualdad de armas políticas por parte de la oposición, por lo que Maduro habría usurpado el cargo de presidente dejando el puesto vacío.

El lector debe de entender, antes que nada, que en Venezuela hay desde finales de 2015, cuando se renovó el Parlamento, un poder dual. Este poder, en gran medida, está propiciado por la propia estructura constitucional, que optó en 1999 por el presidencialismo plebiscitario y un 'checks and balances' de escaso rendimiento jurídico. Así las cosas, como las elecciones legislativas dieron la mayoría a la oposición, Maduro hizo todo lo posible por dejar sin atribuciones a la Asamblea Nacional: en abril de 2017, un tribunal supremo secuestrado por el chavismo le revocó sus competencias legislativas por haber caído en 'desacato constitucional'. Un mes después, el presidente sorprendía a todos accionando el artículo 347 de la Constitución, esto es, llamando al poder constituyente mediante decreto para establecer una dictadura soberana y poner al frente del país a la autoproclamada Asamblea Nacional Constituyente.

La formalización de esta Asamblea no era otra cosa que la repetición del mecanismo que Chávez utilizó para acabar con la vigencia de la Constitución de 1961, norma «moribunda» –según sus propias palabras– sobre la que juró el cargo en febrero de 1999. La Constitución bolivariana, en cuya elaboración participaron algunos juristas y politólogos españoles, pretendió ser un nuevo paradigma democrático y de reconocimiento de derechos. Sin embargo, en perspectiva, sus logros no es que sean escasos, sino que pueden ser calificados de catastróficos: éxodo humanitario de miles de personas, inflación galopante, persecución de la oposición política, violación de derechos humanos e índices de pobreza desconocidos en un país con una ingente riqueza energética.

Con Chávez se fundó un constitucionalismo populista, con proyección comparada, cuyo principal objetivo no era limitar el poder para conceder libertad a los ciudadanos, sino potenciarlo para reducir el pluralismo político progresivamente.

En el Derecho internacional, no existe una doctrina consolidada sobre el reconocimiento de Estados. Desde la Convención de Montevideo de 1933, se habla de un reconocimiento constitutivo porque así lo hacen expresamente los demás Estados soberanos, o propiamente declarativo, conferido por las normas de derecho internacional porque existe efectivamente un gobierno sobre un territorio y una población. En el caso de Venezuela, la cuestión es extremadamente compleja porque no se trata de reconocer un Estado más o menos fallido, sino por analogía la legitimidad de un Gobierno cuya efectividad está por determinarse. Y ahí viene lo dramático de la situación: en estos momentos, el reconocimiento internacional de Guaidó opera como aval para intentar consolidar su posición política, en un contexto donde el poder administrativo, judicial y militar sigue perteneciendo, al menos por el momento, a Maduro y su partido. Parece que la única manera de evitar un posible conflicto civil es que estos últimos reconozcan su debilidad democrática con respecto a las aspiraciones del pueblo de Venezuela, y accedan a una especie de transición democrática que permita un diálogo sincero entre la oposición y el régimen bolivariano.

La situación de Venezuela interpela a todos aquellos que a comienzos de la década de 2000 creyeron que el país latinoamericano podría convertirse, a lomos del petróleo y el endeudamiento, en el centro de la batalla contra la democracia representativa, presunto canon político del neoliberalismo. En España no son pocos los líderes de Podemos que de una manera o de otra se han bajado de un barco que ellos mismos ayudaron a zarpar. Quedan algunos revolucionarios de salón que, como en el siglo XX, pretenden llevar a cabo sus utopías a costa del bienestar de los demás.

Pero lo ocurrido en Venezuela –y ello es importante apuntarlo– afecta también a España por el dichoso asunto secesionista: la 'operación Guaidó' revela que los actos internos, aunque puedan ser ilícitos, como fue el caso de la declaración unilateral de independencia del Parlamento de Cataluña, pueden tener efectos si hay actores externos que los reconocen. Bien lo sabían quienes van a ser juzgados pronto en el Tribunal Supremo.

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