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La vida es sueño y también ilusión por vivirla, exprimirla, gozarla. La vida es felicidad si tienes pasión por lo que haces, pero torna en tragedia si temes la llegada de un nuevo día que alimente las sombras de la noche. Hay insomnes que pasean su tristeza por la calle y enfermos que llevan el padecimiento reflejado en su cara. La vida no tiene edad para sentirla, porque la dicha se puede experimentar a los veinte, a los cincuenta o a los noventa años, pues el espíritu no siempre corre en paralelo al estado físico. Igual que el alma vuela sola y el corazón late por su lado. Todos tenemos en nuestro entorno personas jóvenes o mayores cuya vitalidad causa envidia de la sana, pero también conocemos casos de sufrimiento que nos ruboriza o nos hace contraer el rostro. Entonces es cuando te planteas si la vida tiene sentido de esa manera, si la muerte no termina siendo una forma de vivir otra vida con mayor dignidad e, incluso, honestidad.

Luego hay un detalle que pasa inadvertido y que, según para quién, tiene mayor o menor importancia. Se trata del umbral del dolor, definido como la intensidad en soportar los avatares del mal. Nadie es ajeno a que lo acose la adversidad. Es más, no conozco a nadie que no haya atravesado algún episodio de infortunio. Esa capacidad innata en el ser humano para hacer frente a lo que venga no tiene medición posible, solo esa sensación de comodidad o abatimiento que es tan personal como el amor, que a veces no tiene explicación, pero ilustra el estado de bienestar de esa persona. Solo desde esa perspectiva se entiende el flechazo o el desamor, que son instantes existenciales, del más jovial al menos jocoso.

Para los que creen en el más allá, morir es vivir otra vez, y se debería permitir irse cuando uno quiera, y no cuando otros lo decidan. Es la única decisión que está en nuestra mano, pues no elegimos cuándo nacer ni dónde ni qué familia tener. ¿Por qué se nos hurta esa posibilidad plena de arrojo y alejada de la cobardía? Da igual el término científico o médico que se le ponga a esa acción, se trata de saber morir, de elegir morir, que es la manera más bonita de querer vivir.

En términos religiosos parece claro: «Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos o que muramos, del Señor somos», pasaje de la Biblia (Romanos 14:8), y sigue: «Así que la convicción que tengas tú al respecto, mantenla como algo entre Dios y tú. Dichoso aquel a quien su conciencia no lo acusa por lo que hace (...). Y todo lo que no se hace por convicción es pecado». Amén.

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