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El doble Nobel de Literatura que se entregaba este año, tras el escándalo sexual que terminó con Jean-Claude Arnault condenado a dos años de cárcel e impidió que se celebrase la ceremonia en 2018, ha recaído en Olga Tokarczuk y Peter Handke. De ella no he leído nada (mea culpa); de él, casi todo (es brillante). Con esto quiero decir que, en un caso por ignorancia y en otro por devoción, no tengo nada en contra de los dos galardonados. Sin embargo, en los últimos tiempos la Academia tiende a premiar la gravedad por sistema y a huir pretendidamente del humor. Esa idea rancia que equipara aburrimiento y seriedad, y que considera que la literatura profunda está reñida por definición con la ligereza, parece haber calado hondo en Suecia. Incluso al premiar a un escritor como Handke, quien le dedicó un ensayo -muy serio y también muy divertido- al cuarto de baño, destacan que «ha explorado las periferias y la especificidad de la experiencia humana». Que sí, que es verdad; pero falta, como poco, una mención a su ironía delicada.

Pese a todo, los payasos están -estamos- de moda. Es una buena noticia que la risa haya vuelto a hacerse fuerte en la literatura, en el cine, en la televisión y hasta en la música; y que gracias a una hornada de nuevos creadores cómicos talentosos se esté reivindicando a quienes nunca llegaron a ganar un Nobel por ser, en esencia, humoristas. Quizá la tendencia de la Academia no sea más que la rémora de un prejuicio caducado, o puede que la marca de la casa perviva. En cualquier caso, vale la pena recordar las palabras de Mendoza al recibir el Cervantes: «(…) el jurado ha querido premiar este género, el del humor, (…) que a menudo y de un modo tácito se considera un género menor. Yo no lo veo así. Y aunque fuera un género menor, igualmente habría que buscar y reconocer en él la excelencia». Amén.

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