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No hay relato más conmovedor que el de la soledad en un pueblo huérfano de compañía narrado por una mujer con las canas por edad, rostro envejecido y ojos vidriosos que días atrás perdió al amor de su vida. Hay pocas cosas que te rompan más el corazón que esas lágrimas derramadas que definen 51 años de relación en común («más los años de noviería», espeta). No hay sollozos suficientes para llenar el vacío que deja su ausencia. Su descripción es desgarradora en boca del lamento de unos nietos que no volverán a ver a su abuelo. Niños que no comprenden quedarse sin ese cariño que marca su infancia. Desde la pequeña que llegó rauda al rincón donde siempre le esperaba su abuelo con los brazos abiertos y al encontrárselo vacío se le desencajó el rostro, hasta el nieto mayor, tembloroso, que al temerse lo peor no llegó a musitar palabra alguna compungido por la angustia. La garganta se cierra escuchando las palabras de esta mujer que sigue sin superar ese adiós inesperado y que siente la pérdida como el principio del fin de su existencia. Cada paso que da en ese hogar formado a fuerza de sacrificio le recuerda a él, cada recodo del salón donde ambos vivieron la enfermedad en silencio le causa desazón, cada trocito de esa casa reformada según llegaban los hijos forma parte ya del pasado, sin presente ni futuro. Es imposible acostumbrarse a vivir sin ilusión.

Sus fotos llenan el espacio, pero no cubren el dolor que expone sin remedio. Su pelo blanquecino refleja el paso del tiempo vivido con ese hombre bueno que la colmó de felicidad. Fue un hombre bueno con ella y con todos los de su alrededor. Es la crueldad de la vida que te pone en el disparadero. «Sé que todos pasamos por esos momentos, pero cuando le toca a una es muy duro porque son muchas cosas las que hemos compartido juntos», confiesa ahogada en llantos que apenas se interrumpen en una conversación que tiene a los presentes consumidos por la pena. Es muy triste ver un mayor solo, pero es peor sentirse solo, es sencillamente descorazonador. Resulta sintomático descubrir cómo los hijos, que la arropan día y noche, no pueden aliviar a esa madre desolada, no pueden mitigar su dolor. Son amores distintos, cariños diferentes. El desconsuelo se transmite hasta límites insospechados...

Por cierto, costó más de lo que creía regresar al pueblo y sentir la ausencia, comprobar que se había ido. Creí desvanecerme cuando vi su nombre en la fría piedra...

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