En las fiestas de San Isidro de Madrid actuó Chanel después de Eurovisión. En las de Estepona fue la panda de verdiales de Almogía y ... yo a estas alturas no sé con quién quedarme: los dos espectáculos me parecen llenos de prodigio. En la calle se escucha flamenco y reguetón. Uno puede acabar en un garaje con un concierto doméstico de folk irlandés con base de bachata porque, en las fiestas populares y en las verbenas de nuestra tierra, hay una incesante mezcla de sonidos, ritmos y circunstancias. Se celebra el desparrame en la plaza a la que da nombre Antonio Gala, cuyo busto podría hacerse carne y cuerpo de baile.
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San Isidro es el patrón de los agricultores en Estepona, en Alameda, en Cártama Estación, en Periana y en toda Europa. San Isidro pertenece a los que habitan cada tierra. En Estepona las calles, llenas de poesía y de libertad, ahora se mezclan con el olor a helecho recién cortado. El sol aprieta, vienen golpes de poniente y todo lo verde se infusiona con el aire. Hay una procesión de tractores que parecen carrozas, y un desfile de ocas y de bueyes que ilustra una tendencia a la alucinación presente también en lo popular. Aquí se bebe sangría, el vino empapa la fruta fresca, la cerveza se pide con un gesto y hay sopas camperas suficientes como para hacer un campeonato. Alguien del Ayuntamiento comenta que un San Isidro en comitiva puede hacerte engordar hasta tres kilos, sin oposición. Este año es especial porque también se celebra que la pandemia no ha podido con nosotros ni con San Isidro. Los supervivientes afrontamos la vida con la ilusión de ser indestructibles.
Como pasa tantas veces, lo mejor de la fiesta sucede en el paseo. Prima una inmensa disposición a la generosidad y a la hospitalidad. Se camina de forma dispersa por las calles decoradas y los vecinos te abren las puertas de sus casas hasta el mismísimo salón con una familiaridad emocionante. Los escritores inéditos caminan sueltos. El mejor altar vuelve a ser el chozo Llano Los Negros, una fantasía. Ahí conozco a José María Guerrero, que me cuenta detalles de una tradición que es en realidad moderna, noventera, y él demuestra al hablar una emoción muy profunda, tanta sabiduría que pienso que podría escribir un libro de varios tomos o dar un pregón distinto cada año. Le conocí tarde. Hasta entonces, nadie me advirtió de un código de vestimenta que se basa en camisa o camiseta blanca y vaqueros celestes, así que quizá el año que viene vuelva al San Isidro de Estepona vestido de campero con esos pantalones que, cuando quedan bien, como todo lo bueno que nos pasa, parecen hechos a medida.
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