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«Niña, que se ha muerto el Papa. ¿El papa de quién?» Maite, una maestra del colegio Manuel Altolaguirre, me contaba esta anécdota que ocurría ... en su colegio durante una conversación entre personas de etnia gitana al enterarse del fallecimiento del papa Francisco. Un Papa de todos. Y todas. Un Papa que ha transformado la manera de ejercer el papado y ha dejado una huella imborrable en el mundo y en la historia reciente de la Iglesia Católica. Solo el tiempo y un análisis certero, será capaz de dimensionar el magnífico pontificado de este papa argentino; el segundo elegido en pleno siglo XXI. Un papa que ha deseado ser enterrado entre dos confesonarios, todo un símbolo de la misericordia de Dios; concretamente en la basílica de Santa María la Mayor, basílica que corresponde al obispo de Roma, recordemos que el papa es obispo de Roma.
Antes, entre las ruinas del Imperio Romano, pasó su féretro en el papamóvil, una imagen de gran potencia simbólica junto a la que ha propiciado su funeral: Trump y Zelenski hablando en el Vaticano. El pasado viernes, en Misa, me mojé y afirmé que intuía que el primer milagro del Papa Francisco, desde el cielo, sería propiciar la paz entre Rusia y Ucrania. Ojalá sea así.
El legado de paz y reforma que Francisco ha impulsado es un testigo que indudablemente, su sucesor, quizá con otras formas, eso sí, conseguirá consolidar y ahondar. Se da, además, la circunstancia que, coincidiendo con su funeral, se ha celebrado el Jubileo de los adolescentes y jóvenes, toda una coincidencia providencial e inolvidable para sus participantes que habrán podido comprobar en primera persona el incuestionable respaldo a su figura y labor, vacunando, de esta forma a futuras generaciones, ante quien, equivocadamente, llegó a cuestionar su autoridad. Gracias por todo, Francisco.
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