Otra feria
Se acaba la feria. Los caballos vuelven a sus cuadras y los caballistas no se sabe a dónde. Es un gremio variopinto que juega a ... la estampa retrógrada. Se hacen selfies pero su espíritu es de daguerrotipo. Desmontan la noria. La calle del infierno recupera su aire de descampado, de ciudad muerta. Decorado de lejano oeste almeriense para rodar películas de serie B. El rugido nocturno se apacigua y por un instante sobrevuela por la ciudad el vacío, la depresión que sigue a las grandes fiestas. El 6 de enero por la noche, el domingo de Resurrección al caer la tarde. Pero no hay que temer. El vacío dura lo que una carrera olímpica de cien metros. La marcha hacia el nuevo acontecimiento apenas concede un instante de tregua. La paz, afirman por aquí, es cosa de los cementerios.
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Tenemos, además, el trasfondo político de un verano atípico. Así lo ideó Pedro Sánchez cuando el 29 de mayo le arrebató al PP la dulce flor de la victoria antes de que su olor pudiera llegarle a la pituitaria a la tropa popular. Sin aquel golpe de astucia ahora nos quedaría lo de siempre. Los datos de ocupación hotelera, el optimismo del sector y la queja del indígena invadido por las hordas del turismo. Los incendios apabullantes de Canadá o Tenerife. El uniforme de la princesa Leonor o el partido de la selección femenina de fútbol. Pero aquí tenemos un Parlamento políglota recién estrenado y los restos de unos informativos en los que los tertulianos, náufragos del veraneo, hacen cábalas sobre la investidura a modo de un repetitivo sudoku.
Y, claro, Puigdemont como atracción estelar de esa feria. Una feria sin carricoches pero con el ex president como animador jefe de la tómbola catalana. Con un desparpajo propio del básicamente feriante que es habló de subir la subasta en vísperas de la constitución del Congreso. No es alta política lo suyo pero sí se le notan las tablas del trilero que enseña una república catalana por aquí, le da dos vueltas a los cubiletes y medio minuto más tarde, alehop, la república catalana no está. Y aún así mantiene a un electorado que se resiste al escamoteo y vuelve a comprar la papeleta, a meterla en la urna del feriante del flequillo. Para qué queremos a la bruja con escoba del tren del terror, con su pantomima de fantasmas, si tenemos al fantasma de Waterloo. Ahora elevado al Olimpo, a director de la sala de máquinas del Estado. El gran carricoche que él quiere hacer descarrilar. Oiremos hablar varias lenguas en la tribuna de oradores, pero entre ellas sobresaldrá la voz del ventrílocuo moviendo los labios de sus marionetas. Qué importa que una feria acabe, si empieza otra.
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