Borrar

La novia de San Agustín

Ignacio Lillo

Málaga

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Miércoles, 26 de septiembre 2018, 07:36

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Por la calle San Agustín va una novia malagueña, de blanco radiante, joven, guapa, marenga, camino de la iglesia homónima. Los turistas que hacen cola frente al Museo Picasso se vuelven a su paso y le sonríen, alguno se atreve con una felicitación, se escucha algún piropo en español y comentarios de admiración en otras lenguas. Y es que, por más modernos que seamos, a todo el mundo le gusta una boda a la antigua usanza. La comitiva de invitados se abre paso entre los curiosos que a esa hora pululan en torno a la Catedral, buscan la sombra de un veroño que cada año es más 'vero' y menos 'oño', a la caza de una mesa donde hacer un alto en el camino del nómada moderno.

Un cortejo de damitas con diademas de flores, dirigidas por la madre de la novia, atenta a cada paso, atusan y recolocan una y otra vez la cola del vestido, larga e impoluta, que acaricia el suelo por el que antes que ella pasaron cientos de generaciones de otras novias, de otras religiones, con otros ritos. El poso de tres mil años de historia y leyenda resuena a cada paso elegante y rítmico, tac, tac, bajo sus tacones casi invisibles. Desde las piletas de Garum hasta los japoneses que la llevarán de vuelta a casa en las memorias de sus móviles, fenicios, romanos, godos, árabes, judíos y cristianos hicieron alguna vez un paseíllo similar camino a sus respectivos templos, donde esperaban otros tantos novios nerviosos, sonrientes, expectantes.

En su cara morena y dulce, de ojos castaños pardos, como los llamaba su abuela Pilar, se refleja el cielo azul de la paleta del genio malagueño; el Mediterráneo al ocaso desde la terraza del Balneario, al trasluz de una copa de moscatel. Ahora, cuando quedan pocos metros para entrar en el templo, cobran el destello de la Farola al anochecer, en el Puerto cercano. Sus labios pintados con elegancia, como el resto de su rostro, encajan con timidez los halagos que le lanzan, ya frente a la escalinata, los invitados rezagados que la esperan. Ellos de chaqué, ellas de traje corto y con pamela, como mandan los cánones para una boda de día. Pablito, con sus ojillos pícaros y vivarachos, espera junto a sus padres al gran momento de su todavía corta vida, que será cuando le toque llevar los anillos. Hay también sacos de pétalos de rosas, que se derramarán a puñados en una lluvia multicolor sobre los novios, en señal de prosperidad, cuando enfilen la puerta para salir de la iglesia, ya convertidos en marido y mujer, bajo la mirada orgullosa de los suyos.

Por la calle San Agustín va ahora una pareja de recién casados, camino de una apasionante vida en común. Sobre un legado milenario que a buen seguro sabrán proteger y transmitir a las siguientes generaciones...

(Dedicado a mis hermanos, María y Nacho).

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios