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Hace un par de días, el dos de octubre, Antonio Gala cumplió noventa años. Entre las decenas de motivos que encuentro para celebrar a un escritor que fue audaz y es, sigue siendo, generoso -podría hablar aquí del acercamiento de la buena literatura a tantos hogares, o de esos premios tan merecidos y pocas veces otorgados, seguramente porque todavía queda quien considera incompatible el éxito con el prestigio, o la inspiración constante que suponen sus troneras para esta columnista debutante-, entre todos ellos, me quedo con la que él mismo considera su mejor obra: la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores, ese oasis de apuesta y libertad al que tantos artistas consideramos nuestra alma máter.

La Fundación me proporcionó el tiempo y el espacio necesarios para escribir con la ceguera, la lentitud y la torpeza propias de las primeras veces. No es habitual que a un creador joven se le regale la rara posibilidad de dejar plantado al futuro en favor del más puro presente durante un año. Ese presente, ese regalo que Antonio me hizo, agrandó mi vocación y me permitió nombrarme en voz alta ante el mundo, igual que la Agrado en 'Todo sobre mi madre', como la juntaletras auténtica a la que soñaba llegar a parecerme. Mi estancia a la sombra del naranjo de aquel convento cordobés fueron los ocho meses más breves que recuerdo, pero en ellos se condensó una vida entera: Trump ganó las elecciones, Mendoza se llevó el Cervantes, a Miguel Alcántara le dio un infarto y la tuna de Derecho, en el bar Golden, nos rondó una noche eterna que dura hasta hoy. Yo, por mi parte, fui feliz. Querido Antonio: felicidades, y gracias por permitir que nosotros (los de entonces) sigamos siendo los mismos.

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