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Normalidad viene de norma

Normalidad viene de norma

La Tribuna ·

Resulta muy peligroso confundir las simples conversaciones políticas, exhibidas como índices de una progresista actitud dialogante, con los acuerdos o pactos que puedan alcanzarse

Federico Romero

Sábado, 8 de septiembre 2018, 00:11

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Cuando explicaba Derecho Urbanístico en la Universidad, afirmaba que un Plan General de Ordenación Urbana era esencialmente un instrumento normativo –gráfico y escrito– destinado a la organización espacial y ambiental de la convivencia en la ciudad. Normalidad y convivencia pacífica van unidas. Y ya Sócrates escenificó con su muerte la importancia de acatar la norma. En efecto, es muy peligroso banalizarla, cuando no entrar a someterla al libre examen de cada cual, siempre que sea el fruto formalizado de un órgano verdaderamente democrático. Porque la norma justa facilita la convivencia entre las personas y los pueblos y no hay nada más apacible y cómodo que la normalidad.

Este corto elogio de la norma y de la normalidad viene a cuento del injustificado y absurdo prestigio que, en tan diversos campos de nuestra sociedad, se está instalando en todo aquello que sea salirse de las normas. Aparte de las situaciones dichas, claro que, en ocasiones, hay seres privilegiados capaces de salirse de los cánones y provocar el progreso rompiendo normas y evitando su petrificación. Pero de ahí a que cualquier mindundi, sea artista, político o profesional de lo que sea, se crea capaz de romper moldes y asombrar al orbe con sus genialidades transgresoras, no solo 'va un abismo', sino una galaxia de tonterías. Oigo en los medios la frase: esta obra o interpretación es «muy transgresora», como si ello fuera de por sí un mérito suficiente para alcanzar la fama. El otro día, el académico y escritor Pérez-Reverte se refería en un artículo a la actitud de aquellos que consideran que saltarse las reglas de la sintaxis o de la ortografía, constituye una forma de lucha progresista contra el recurso elitista de mantener a distancia, o situarse por encima, del pueblo inculto. O sea, que atenerse a esas reglas es algo reaccionario y rancio y, por el contrario, su transgresión alinea con el progreso.

Pero lo inquietante de estas corrientes es su utilización por algunos políticos para poner las rupturas señaladas al servicio de sus intereses, cuando no a encubrir sus propias carencias. El omnipresente conflicto planteado por los independentistas en Cataluña está llevando a considerar a los que, en el ámbito nacional no lo son (así lo dicen), que por una parte, debe andar la legalidad, a la que indiscriminadamente llaman también judicialización o «crónica de tribunales» y, por otra, la política. Particularmente grave es, a mi juicio, la formulación verificada hace poco por el actual Gobierno de que, en relación con el problema catalán, «por un lado irá la legalidad y, por otro, la política», como si eso fuera posible en un estado constitucional. La distinción de la antigua ley de la jurisdicción contencioso-administrativa de 1956 reconociendo la posibilidad de «actos políticos del gobierno», para situarlos fuera del control de la justicia, quedó definitivamente superada y contradicha por una Constitución que progresó declarando la justicialidad de todos los actos de cualquier administración pública que, en cuanto persona jurídica, no puede actuar sino bajo el imperio de la norma. Resulta muy peligroso confundir las simples conversaciones políticas, exhibidas como índices de una progresista actitud dialogante, con los acuerdos o pactos que puedan alcanzarse, cuya eficacia exige que se traduzcan en verdaderos actos sometidos a la ley o en normas jurídicas encuadrables en la Superley constitucional vigente. De ahí también que cualquier diálogo político que concierna al interés general de España exija la máxima transparencia, no vaya a ser que se estén urdiendo estrategias equivocadas que favorezcan a los de cualquier partido en detrimento de los de la nación entera. Todos sabemos que los pactos, electorales o no, tienen un costo. Y en el buen sentido de los votantes está sopesar si las facturas derivadas de esos pactos por intereses partidistas vamos a tener que pagarlas entre todos. Los partidos políticos no pueden convertirse en oligarquías –del griego 'olígos', pocos– en las que el reducido grupo de sus adeptos o sus burócratas decidan sobre el futuro de todos. Si a ello se une el escaso y artificioso bagaje de votos y el proceso alambicado que han aupado a quien nos representa en los diálogos, hemos de exigirle el respeto a la norma que fundamenta la normalidad y la convivencia en democracia. Una convivencia actualmente arruinada en Cataluña donde 'la guerra de los lazos amarillos' ha pasado de ser una protesta pacífica a convertirse en un conflicto cuasi-bélico, donde una disparatada y totalitaria interpretación de las normas, que permite –y ampara– su colocación en el domino público, castiga, por el contrario, a los que los retiran.

Y de más calado que el ardid de la reconversión de los lazos amarillos, orlándolos de rojo y convirtiendo aquel color en gualda, es la decisión de la presidenta del Congreso de convertir el hemiciclo en palestra de diálogo 'coram pópulo'.

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