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Federico Romero Hernández
Jurista
Martes, 6 de mayo 2025, 02:00
En la actualidad la sucesión de acontecimientos que permiten atacar al gobierno de turno es trepidante. Estando todavía en curso las críticas por nepotismo y ... clientelismo y por los constantes fallos en la comunicación ferroviaria, un apagón de grandes proporciones ha hecho girar el foco de esas críticas hacia un punto medular de la política, cual es la eficacia en la prestación de un servicio público esencial. La energía eléctrica es tan necesaria a la vida pública como el flujo sanguíneo para nuestra vida biológica. De nuevo los medios no afines tiran sus dardos y los afines se limitan a contemplar su inútil trayectoria.
Es evidente que el mundo actual no necesita grandes pronunciamientos, sino un país que funcione por la correcta prestación de los servicios públicos. Por un lado, la oposición se pregunta qué se puede hacer frente a un gobierno impermeable a las críticas. Y cada vez más la sociedad civil está convencida de la inutilidad de contar las cifras en las manifestaciones de protesta de uno u otro signo. Por otro, el actual Ejecutivo -cuya relevancia es cada vez mayor entre los poderes del Estado- está convencido de que su principal tarea es mantenerse en el poder, para así continuar su trayectoria salvadora de la clase trabajadora, mientras, de paso, también salvan a la nueva nomenclatura, permitiéndole continuar instalada en una confortable posición de privilegio económico. De ahí la construcción de narrativas de porte ideológico y de escaso contenido práctico, donde la concreta funcionalidad servicial está peleada con las huecas palabras. Y la percepción del ciudadano de la calle es que está frente a un muro separador de cualquier comunicación entre unos otros que resuelva los problemas cotidianos que le permitan vivir en paz.
Las dos Españas continúan existiendo, aunque mi natural moderado no me haga incurrir en alarmismos cruentos. Al menos hasta ahora. Y lo curioso es que muchas veces no nos damos cuenta de que existe una impermeabilidad radical porque, cada uno en su burbuja, oyen el eco de sus propias palabras entre 'los convencidos'. Así todos partidarios, claro. Ocurre exactamente lo mismo en las reuniones que se llaman así mismo 'progresistas' -y que tienen mucho de 'regresistas', por cierto- y las de carácter conservador. No hay más que ver las pancartas de las diversas manifestaciones, las caras de los jóvenes asistentes a los mítines de los líderes de los partidos en televisión (siempre se procura que, los que lo rodeen, den sensación de frescura juvenil y talante renovador) que sonríen y asienten; y lo mismo que los ocupantes sentados en las primeras filas, distinguidos por sus adhesiones inquebrantables o quebrantadas.
Esta situación de 'estanqueidad' de las respectivas clientelas políticas cobra mayor trascendencia, cuando la metáfora que utilizo repercute en la gestión de los servicios públicos que corresponde a las administraciones públicas. Son dos facciones de sordos con argumentarios imposibles de coordinar de forma pragmática para alcanzar el bienestar social, como diría Alasdair MacIntyre. La demagogia y los relatos destinados a la obtención de votos de cara a unas eventuales elecciones pueden tolerarse o hasta justificarse, pero cuando afecta a una cuestión medular, como es la gestión de un servicio esencial y de «interés económico general», tal como lo califica la vigente Ley 24/2013 del Sector Eléctrico, no es de recibo. Conforme a dicha ley, la planificación eléctrica corresponde a la Administración del Estado y se ha de ser enormemente prudente para no convertir la utilización de las distintas formas de producción energética en una cuestión ideológica.
Carezco de la suficiente formación técnica para establecer cómo deben asignarse las cuotas de participación de las distintas fuentes de energía dentro del total de las que son necesarias en nuestro país, pero lo que sí sé es que su determinación no debe depender de ninguna ideología dogmática que aplique las consignas políticas de turno -'nuclear, no gracias', por ejemplo- sino de consideraciones de índole técnica que permitan optimizar de la forma más segura posible las existentes, porque eso es lo que demanda un país moderno y democrático. Los objetivos políticos en un país que tiene claramente definido su perfil esencial en la Constitución vigente, no deben obedecer a consignas de un partido que ocasionalmente ostente el poder, sino que las directrices de quien lo encabece, destinadas a la prestación de los servicios públicos, deben reflejar la interpretación de las circunstancias que se dan en cada momento y de lo que se deduzca del mandato que les ha conferido la sociedad que los ha elegido. De ahí que el perfil de un ministro, de un director general o de un presidente de una sociedad pública, debe de contar entre sus cualidades un cierto conocimiento de la materia de las competencias que desarrolla, que les permita evitar dar ordenes que desconcierten o fuercen a quienes, por su carácter estrictamente profesional, han de ejecutarlas. Y esto no es reivindicar la tecnocracia, sino aplicar el más elemental sentido común.
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