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Hace casi una semana que el mundo me parece «más amable, más humano, menos raro», como decían a comienzos de siglo Lichis y María Jiménez, pionera en cantar más con los genitales que con las cuerdas vocales. Mi reconciliación con el mundo, aunque al mundo no le importase la ruptura, se produjo cuando un hombre bajo los efectos del trastorno que desquicia a personas aparentemente normales en cuanto cogen el coche, especialmente si es de gama alta, tocó el claxon a una mujer que tardaba más tiempo del normal en cruzar un paso de cebra. La señora se llevó las manos a la cadera en un gesto de dolor para indicar que no podía ir más rápido por algún problema físico y se acercó hasta el vehículo para ampliar la aclaración con la superioridad moral que concede llevar razón. El hombre, avergonzado por su episodio de idiotez eventual, bajó la ventanilla y, como forma de redimirse, se ofreció a llevar a la mujer hasta su destino, probablemente pensando que no aceptaría. La escena acabó con ambos subidos en el coche, rumbo a no sé dónde, y conmigo creyendo por un rato en los finales felices.

Para explicar que se le habían dormido los pies, la hija de unos amigos les dijo que tenía arena, que es lo más parecido a la poesía que he escuchado este año. Menos talento le bastó a Cacho Castaña para dedicarle un tango a Roberto Goyeneche, 'Garganta con arena'. Las metáforas, como la política, pueden ser hermosas y útiles o cursis hasta la ridiculez. «Al fin y al cabo es por analogía / que aprendemos el mundo y sus causas», escribió Chantal Maillard. Ahora que el concepto de compasión ha sido deglutido por la religión y los libros de autoayuda debemos reivindicar a los niños, último reducto de inocencia, y a los poetas, que casi nunca son inocentes pero nos enseñan a comprender a los demás, como recordó Ángelo Néstore a propósito del nacimiento de la editorial Letraversal, recogido en estas mismas páginas por Javi López.

Lo de tener amigos con hijos es un feliz descubrimiento, siempre que te sientas más cercano a Nacho Vegas («Consideré insensato procrear») que a Doña Rosita la Soltera («Y hoy se casa una amiga y otra y otra, y mañana tiene un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas y canciones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual»). Wislawa Szymborska, que después de ganar el Nobel siguió viviendo en el mismo piso viejo de un bloque desconchado sin ascensor, publicó uno de los poemas breves más poderosos que he leído: «Mientras esa mujer del Rijksmuseum / con esa calma y concentración pintadas / siga vertiendo día tras día / la leche de la jarra al cuenco / no merecerá el mundo / el fin del mundo». Yo añadiría que mientras haya gente dispuesta a editar poesía, niños que escriban versos sin lápiz ni saberlo y enemigos que acaben en el mismo coche tampoco merecerá el mundo el fin del mundo.

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