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ÁNGEL RODRÍGUEZ
Domingo, 27 de abril 2025, 02:00
Antaño, la muerte de un Papa abría un inmenso problema sucesorio, condicionado no sólo por las disputas doctrinales de la Iglesia, sino, sobre todo, por ... los muy diversos elementos que definían la geopolítica europea. Hoy, puede ser una buena ocasión para volver la mirada sobre el lugar del cristianismo como una de las raíces de Europa y el papel que debe tener en la actualidad.
Afortunadamente, hace tiempo que en Europa no hay una religión oficial: que Europa dejara de ser creyente fue una condición indispensable para que los europeos decidieran libremente, cada uno de ellos, creer o no en el Dios que más le apeteciera. Pero que debamos saludar como una de las más importantes conquistas del liberalismo que las constituciones europeas garantizaran la separación entre la Iglesia y el Estado no nos debe llevar a ignorar el papel principal que el cristianismo tuvo en la fundación de Europa. En todo el continente, el cristianismo es mucho más que una religión: las creencias, ritos, tradiciones y el arte cristiano forman parte del ser europeo tanto como la filosofía griega o el derecho romano. Europa, hoy, está llena de europeos descreídos que no por ello dejan de sentir la emoción del que se sabe parte de un pasado común cuando entran en una catedral, visitan un museo o ven una procesión de semana santa.
Hay que reconocer que, si no se tiene claro el papel de cada cual, es difícil no traspasar la delgada línea que separa la aconfesionalidad del Estado de la presencia de los símbolos cristianos en los actos y lugares públicos. Que es posible intentarlo ya lo estableció el Tribunal Europeo de Derechos Humanos hace más de una década, cuando permitió la presencia del crucifijo en las aulas de los colegios públicos italianos (entendiéndolo, precisamente, como un símbolo de tolerancia religiosa) y lo demostró la muy laica República Francesa con la reinauguración de Notre-Dame de París el año pasado. Que es algo que debemos seguir intentando parece claro, si no queremos perder una de nuestras señas de identidad como europeos. En mi opinión, el mayor riesgo contra esa pérdida de identidad no proviene del mestizaje religioso que está cada vez más presente en la cada vez más plural sociedad europea, sino que reside en el analfabetismo cultural en cuestiones religiosas del que adolecen muchos de nuestros jóvenes. El desconocimiento de las raíces cristianas de nuestra historia que parece asentarse en las nuevas generaciones de europeos les hará mucho más difícil entender nuestras procesiones, nuestras catedrales o nuestros museos, o llegar a sentir la emoción que muchos europeos no creyentes sentimos viendo los funerales de un Papa.
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