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«Ahora la muerte lo quiere ganar todo: los cuadernos, los muebles de madera, los cobres empañados y la espera, que es una de sus ... formas y su modo de aparecer. Si llega, paso a paso, sorprende en el amor o en el trabajo y apresura el jadeo con su tajo, si adelanta, solícita, su día, y te llama, simula indiferencia. Reconoce su tosca alegoría, en todo lo que cae, en la conciencia que se apaga. Si pasa, desconfía. De nada sirve tu saber: paciencia». Qué lúcido Severo Sarduy. Escribió este soneto poco antes de morir y lo añadió como testigo perenne y delatado, más que como testigo fugaz y disfrazado, a su último poemario que fulguraba, daba igual, en los extremos: fuente de vida, manantial de muerte, ya todo daba igual. «He vivido mucho, demasiado», repetía, como si fuera una estela del médico francés Victor Segalen, o un poema caído del pincel de bambú de Ci-Xí, última emperatriz de China, perversa, cruel, pero mantenedora de las tumbas de una dinastía milenaria que le dio, por este orden, poder y riqueza, razón de su existencia.
«He vivido mucho, demasiado», me dedicó Sarduy en el reverso de una postal que llegó al buzón del piso de Luis Braille días antes de marcharse: se despidió desde la oscura y tenebrosa leche negra del alba. Severo se perdió entre las sombras como una perla literaria del Barroco: tesoro de Camagüey sumergido en el París canalla. Es así. A veces uno piensa que se encuentra al filo de la navaja y surge, de repente, una música interior y va hacia arriba, con el subidón, y empieza a cantar bajito y para dentro: «Que se quede el infinito sin estrellas». En este momento, a la caída de la tarde de este enero azabache, bordeando el mar de cemento del Paseo de la Farola, pienso que este 2005 al final nos traerá té y naranjas, un año feliz, pese a los incendios de Sunset Boulevard, pese a las guerras, masacres, y otras liquidaciones, a pesar de que ahora la muerte lo quiere ganar todo... pero no lo va a conseguir, el ser humano resiste, resistimos, sobre todo aguantamos la tendencia centrífuga de nuestra propia raza que, por cierto, de raza no va el asunto, y me atrevo a contradecir al legionario Millán Astray, que este año supongo se pondrá de moda, con los fastos de El Caudillo, 50 años.
El coronel Millán Astray gritó contra Miguel de Unamuno ¡Viva la muerte!, ¡Muera la inteligencia! Y yo me rebelo contra la rebelión y grito: ¡Muera la muerte! ¡Viva la vida y la inteligencia! No hay que despertar sospechas, hay que dejar que esa señora, y su guadaña, prosigan su camino.
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