La maternidad en Gálvez no cierra
Cierra la maternidad de Gálvez y es inevitable que nos invada la nostalgia, mezclada con el agradecimiento por los días más felices de nuestras vidas
Ha sido un titular para explicar el cierre de un lugar donde se produjeron los grandes titulares de muchas de nuestras vidas: los nacimientos de ... los hijos. Cierra la maternidad de Gálvez y es inevitable que nos invada la nostalgia, mezclada con el agradecimiento por los días más felices de nuestras vidas. Se lleva la queja, la lástima, el mal humor pero, como le leí el otro día al poeta Alejandro Simón Partal, hagamos de la alegría una actitud que conviene cuidar, a la que dedicarse. Fueron días alegres los de Gálvez hasta el punto de olvidar que se está en una clínica en la que otras plantas están ocupadas con preocupaciones y penas justificadas. Otros guardan recuerdos de muertes y enfermedades pero las que parimos allí tenemos en nuestra memoria los días en los que alumbramos, sacamos a la luz, trajimos a la vida, a nuestros hijos. Con ayuda. Porque fueron Nacho primero y Ángel después los que abrieron una tripa de la que sacaron a tres criaturas. Ninguno de los dos atiende ya partos. La maternidad está en liquidación por cierre.
Pero qué días aquellos. Cuando la luz se iba encendiendo, natural, filtrada por las ventanas al amanecer y el rayo caía exacto en aquella cunita donde dormía un bebé con el puño al lado del moflete, cerca de un padre dormido. Aquel niño de una familia nueva, a estrenar, que agranda a otras grandes en las que será bienvenido a un mundo por conquistar, por disfrutar, por luchar, con sus tropezones y sus remontadas. Por vivir. En esa vida que ya será siempre la nuestra y que será distinta. Será mejor. Porque en esa habitación de Gálvez seremos conscientes de que hay sensaciones de una fuerza que no habíamos experimentado, ese calor de un bebé del que no sabemos nada, del que ignoramos su personalidad, al que hemos puesto un nombre y que era un deseo inmenso de un amor que necesitaba entrelazarse en una descendencia. Porque allí, colocándolo encima de la cama para cambiarle su primer pañal, sabemos que nada de lo que le pase nos será ajeno. Y, allí, ya estaremos agradecidos de que haya llegado sin un tropiezo que el azar nos podía haber mandado porque, sí, lo envía sin justificación. Entonces quizás no lo sabíamos pero, ahora, mirando atrás, aquellos nacimientos en Gálvez nos hicieron más agradecidos porque cada año ganado sin problemas es un motivo inmenso de alegría. Porque sentimos, como canta La Bien Querida, que la vida nos había estado conduciendo a ese preciso momento en el que dejamos de ser solo nosotros.
Tener esa experiencia en Gálvez fue un privilegio. En aquella habitación que daba al patio de las cadenas de la catedral, en un sitio tan céntrico que cualquier amigo subía a dar la enhorabuena a una pareja, nosotros, que con 30 años ya cumplidos, fuimos los primeros de la pandilla. Quién se lo iba a decir a las abuelas, a las dos, que a esa edad ya nos habían tenido a casi todos y no somos pocos. A las bisabuelas que llegaron a conocer a ese primer bebé. Esas abuelas experimentadas en los gases, en quitarnos miedos, en depositarle en la cuna cuando se quedaba dormido en sus regazos. Esa sabiduría que, apreciada, hace prescindibles a todos esos libros que hoy enseñan a gestionar cada etapa de un bebé, de un niño, de un adolescente y que complican la maternidad hasta hacerla parecer una especie de carrera universitaria con muchas asignaturas.
Cada vez que pasemos por allí miraremos a esas ventanas de esas habitaciones donde fuimos tan felices
Fue una enorme suerte que la primera persona que bañara a mis tres hijos fuera Rocío, que llevaba años sin faltar una sola mañana a su cita con los recién nacidos -ha llegado a bañar a 27 cada día- y con sus madres. Ella, que te levantaba de la cama con cariño y te ayudaba hasta llegar al baño mientras ibas con el paso dolorido de una césarea. De una bendita césarea que evita complicaciones y que ahora tienen tan mala fama. Que luego se llevaba al bebé y le ponía bajo el agua, le lavaba y, ya vestidos y oliendo a nenuco, caían fritos como anestesiados durante un buen rato, después de ese masaje que ella les daba. Rocío, que llegaba después del desayuno, de aquel café delicioso en una taza con un logo muy años 60 y el bollo de pan fresco envuelto en papel, cerca la mantequilla y la mermelada, en aquella atmósfera como suspendida, con los ramos de flores. Recuerdo pensar que ojalá la vida fuera siempre esa sensación de bienestar, de estar tú también, paradojas, en una especie de útero calentito en Gálvez. Rocío llegaba cuando el bebé llevaba un rato en la habitación, donde le habían subido del nido para que los padres pudiéramos descansar unas horas. El nido. Que ahora también desaparecen porque nos han contado que no se puede separar esas horas a los bebés de sus madres. Como hicieron con nosotros o con nuestros hijos en Gálvez. Tan contentas y tan agradecidas.
La maternidad sólo lleva aparejada malos titulares desde hace años. Si se trabaja menos que los hombres fuera de casa es por culpa de los niños, ignorando que puede haber, que existimos, madres que no cifran toda su felicidad a éxitos profesionales o a tener una nómina propia. Madres, insensatas parecen ahora, que quieren muchos ratos con sus hijos.
Niños que fueron bebés en aquellas cunitas de Gálvez y que hoy, cuando pasan por esa esquina enfrente de la catedral, saben que allí llegaron a este mundo que nos empeñamos en pintar tan negro y que ellos, por ahora, disfrutan. Ha pasado mucho desde que salimos por primera vez por aquel portón un otoño, un invierno y una primavera y todo ha merecido la pena. La alegría, perdón.
Un portón por el que ya no saldrán bebés envueltos en mantitas de ganchillo, peinados por Rocío, camino del mundo, de una casa que será más ruidosa, más alegre, más viva. Desde un sitio tan especial que mi segundo hijo, ya casi adolescente, cuando tuvo que rellenar un formulario en el que se le pedía poner «lugar de nacimiento» puso «Clínica Gálvez. Málaga». Afortunadamente, el edificio seguirá siempre allí. Y, cada vez que pasemos, miraremos a esas ventanas de esas habitaciones donde fuimos tan felices. La maternidad en Gálvez, la nuestra, nunca cierra.
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