Marbella y el cautiverio de Cervantes
La relación de Marbella con el Mediterráneo ha sido históricamente tan conflictiva y traumática que sus habitantes se vieron forzados a vivir de espaldas al ... mar, por lo que no debe aceptarse la expresión, tan popularizada hace años, del «pueblecito de pescadores». Por la costa llegaban, además de mercancías, los corsarios y piratas norteafricanos que apresaban a los hombres que faenaban cerca de la playa, especialmente en los primeros años de la castellanización, cuando fueron capturadas numerosas personas, unas veces de forma individual y otras en grupo. Así aconteció en 1491, «a cabsa de la pestilençia que ovo en Marbella, los vesinos della se salieron a las cuevas que es junto con la dicha çibdad, e estando allí salvos y seguros, vino un barco de moros de allende e llevaron cativos çiertos cristianos», entre ellos la mujer y la hija de Alonso Benítez Cobo.
No mejoró la situación en la centuria siguiente, ya que el cautiverio continuaba siendo una de las principales fuentes de ingresos de los berberiscos. En este contexto, en su libro El cautiverio de Cervantes y Marbella, editado por Cilniana, Vicente Murillo y Fernando Álvarez relatan las vicisitudes de algunos marbellíes retenidos en Argel. Apoyados en un impresionante corpus documental procedente de diferentes archivos, la obra refleja las peripecias de los prisioneros, la solidaridad y las traiciones surgidas entre ellos, utilizando la figura del autor del Quijote como hilo conductor. Si bien los personajes reflejados en la obra coincidieron directa o indirectamente con él, los autores aprovechan esta circunstancia para esbozar la vida de determinadas sagas de esta ciudad, haciendo especial hincapié en dos personas muy concretas: el trinitario fray Antón de la Bella y el alférez Luis de Pedrosa.
A finales del XV la redención de cautivos en el Magreb corrió a cargo de fray Miguel de Córdoba y Francisco Serrano, el cual liberó a cinco marbellíes de un total de 17 personas; misión que, en las últimas décadas del siglo XVI, fue encomendada a Fray Antón, antiguo ministro del convento de Marbella, y a fray Juan Gil, ambos de la orden trinitaria. Producto de sus gestiones en tierras norteafricanas son los numerosos rescates realizados previo pago, con aportaciones provenientes tanto del patrimonio real como de familiares de los prisioneros e, incluso, de donaciones privadas, como los 50 ducados que entregó Fernando Bazán para liberar a Miguel de Ortega.
El temor a un largo cautiverio se fundamentaba en la posibilidad de que el cautivo, desesperado por obtener su libertad, abjurara de la fe católica y se convirtiera al islam, que de todo hubo. Pero, además, deben tenerse en cuenta las duras condiciones a que eran sometidos, especialmente aquellos que no contaban con medios para pagar su rescate; en cambio, los que consideraban de mayor poder adquisitivo, eran encerrados en los baños, propiedad el rey o de otros arráeces, «para impedir que murieran o se escapasen».
El alférez Luis de Pedrosa fue aprehendido en la batalla de Alcazalquivir en agosto de 1578 y conducido a Argel, donde permaneció tres años en poder de Adalfaquí. Fue liberado por fray Juan a cambio de 450 doblas, equivalentes a 26.625 maravedís castellanos, y durante este tiempo coincidió con Cervantes, según acredita la documentación manejada por Murillo y Álvarez, gracias a la cual hemos conocido la relación que este vecino de Marbella mantuvo con él y el apoyo que le prestó en la planificación de alguna de sus frustradas fugas. Tras un cautiverio de cinco años, el «Manco de Lepanto» fue redimido por fray Juan Gil en septiembre de 1580 tras largas negociaciones y a cambio de los 500 escudos de oro en que se valoró su libertad. Lamentablemente, los autores no confirman ni niegan la leyenda sobre la estancia del escritor en nuestra ciudad, recogida entre otros por Maíz Viñals en 1966: «Acompañado por fray Antonio de la Bella, llegó a Marbella a mediados de febrero de 1581; tiene Cervantes entonces treinta y tres años y va a descansar al convento de San Francisco, donde los monjes lo reciben con grandes pruebas de afecto, y al objeto de que esté más tranquilo y reponga su salud, algo delicada, le alojan en el molino que pertenece al convento, del que aún quedan unas ruinas».
Murillo y Álvarez creen improbable la verosimilitud de esta narración, ya que no existe ningún documento que demuestre esta estancia o, en cualquier caso, lo sugiera. Una pena, porque ilusionaba la posibilidad de pensar que se había alojado en el convento, paseado por sus alrededores y, acaso, escrito algunos pasajes de sus obras entre aquellos muros, pero, como afirman los autores de este libro, las leyendas tienen un viso de historicidad y todo es posible, aunque no pierden la esperanza de encontrar algún día el documento que la confirme.
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