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Dicen que mañana, hoy -este trampantojo de los periódicos- lloverá, que la esplendorosa primavera queda rota por unos días y que el tiempo atmosférico se toma una pausa antes de seguir su implacable camino hacia el verano. Y así, como una nube negra, pasa la muerte su guadaña recién afilada por los pastos de la vida y se lleva a Manuel Alcántara, desprovisto de martinis, noqueado por ese otro tiempo, el de los relojes, esa deuda que se adquiere con el calendario en el momento de nacer. Una vez me contó que a los boxeadores, cuando van al rincón en los intervalos del combate, sus preparadores les preguntan el nombre de su mujer o el de su perro, por saber si todavía saben quiénes son y dónde están. A Alcántara nunca ha habido que preguntarle nada por muy duro que la vida golpeara. Las neuronas le han aguantado, haciendo piernas, haciendo sombras, como los púgiles de otros tiempos, cuando los gimnasios tenían aroma de lejía y por los rincones se olía el abandono.

Se va una época. Ya quedan pocos testigos lúcidos de ese tiempo que nos echó al mundo, de aquellos ambientes cerrados, escuela rígida, misa de domingo y bigotitos recortados. Radios y domingos por la tarde, interminables tardes en las que el tiempo se iba como por un sumidero roto. Él y los de su generación aguantaron en la sombra, haciendo luces, buscando el revés de un tiempo gris en las tabernas despobladas, en las madrugadas de un Madrid en el que según Dámaso Alonso vivían más de un millón de cadáveres. Niños de la guerra, generación literaria que durante un tiempo fue zarandeada y a cuyos miembros llamaron garbanceros, realistas romos, paticortos literarios. Ni siquiera generación perdida, ni un atisbo de leyenda. Se sacudieron aquella fama a golpes de talento. Queda Juan Eduardo Zúñiga, que siempre fue e irá por libre, queda Caballero Bonald, experto marino en naufragios y amo del lenguaje, queda el vuelo limpio de María Victoria Atencia y queda ese benjamín octogenario que es Marsé. Hasta ayer quedaba Manuel Alcántara. Una forma de entender el periodismo y la literatura. Cosidos ambos a la vida, a esa bohemia reformada que él y los suyos llevaban bajo el nudo de la corbata, convencidos de que escribir constituye un acto de transgresión, una rebeldía que los situaba fuera de la ley, al margen de la sociedad. El único camino que encontraban para pertenecer al mundo era estar fuera del mundo. Que el mundo los reclamase como a unos hijos pródigos. Furtivos, hijos de la noche. Alcántara con el látigo amable de su ironía. Administrando el vitriolo, sirviéndolo siempre en dosis muy bajas, para que la sonrisa, aunque temblorosa, permaneciera en la boca después de que su dardo cruzara el aire. Mañana, hoy -hoy y también mañana y el día siguiente a mañana- esta ciudad quedará más vacía, como quedó este periódico el último día que apareció en él su firma. Como los jardines bajo la lluvia, como esa olivetti con la que día a día se midió el viejo y querido púgil.

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