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Hace tres días la pantalla del televisor me devolvió las impresionantes imágenes de la parada militar con que los franceses celebran en París la toma de la Bastilla, la fortaleza-símbolo del poder absoluto de los Borbones, que cayó en manos de la turba sublevada, con la razón turbada, gracias a las sospechas que generaban en la «citè» las torpes y ambiguas decisiones que nunca llegó a dictar Luis XVI desde Versalles, que odiaba el barro y la mugre de París. El supuestamente liberal Ministro Necker -padre de Madame de Stäel- había conducido a los soberanos a la ratonera de los Estados Generales y la Corte ansiaba un golpe de Estado que no se producía, ni se produciría, porque la maquinaria revolucionaria ya era imparable, manejada por panfletos y hábiles manipulaciones de los abogados jacobinos sobre los radicales 'sans culottes' y las tejedoras asesinas, las 'tricotosas', almas del Tercer Estado. La toma de la Bastilla fue posible por la ineptitud y el desgaste de un sistema que había perdido la cabeza antes de que se la cortaran, y eso que -según el historiador Simon Schama- las cabezas de los héroes fueron sustituidas, en final simétrico, por las cabezas de las víctimas en picas oscilantes. Cuando la fortaleza se rindió, pocos presos se encontraban allí y el odio de la masa exaltada se centró en el gobernador de la misma, el honorable Bernard de Launay que fue, por este orden, traicionado, pateado y finalmente alanceado hasta morir en el cercano Hotel de Ville, donde el rey, meses más tarde, sería obligado a ponerse el gorro frigio; después la cabeza de Launay fue cercenada de su tronco con el cuchillo de un carnicero y exhibida por las calles con la turbamulta aclamando, riendo y celebrando, con su danza macabra, algo que era cierto: aquella bárbara ejecución daba vida y materia a una revolución que cambiaría la Historia de Europa. La impaciencia de la multitud -no más de mil personas- coincidió con un hecho fulminante, típico de los lances clásicos, cuando el puente de la fortaleza cayó sin previo aviso, y la Guardia Suiza se quedó mariconeando en los Jardines de Neptuno y nunca avanzó sobre París. Los La Fayette, Mirabeau, Danton, Robespierre, Marat...aguardaban un momento que pronto llegaría, y el sacrificio punitivo -lean 'Historia de dos ciudades' de Dickens- se convirtió en sacramento intocable, es decir, la violencia era mucho más provechosa que cualquier negociación y las declaraciones ampulosas como «liberté, legalité, fraternité» demostraron finalmente su sueño monstruoso en la guillotina.Ahora veo al presidente Macron -convertido en una suerte de Napoleón en los Cien Días-, observar el desfile de una grandeza que se debe mucho más a un imperio laureado que a una República donde los tres órdenes se disuelven en uno, y lo comparo al protocolo extenuado y empobrecido de nuestra Monarquía, que a fuer de quitarse los artilugios que la sostienen, acabará en el Tribunal Revolucionario del mal gusto. Me pregunto si esta monarquía no fue instaurada en vez de restaurada con toda la ampulosidad de su aparato y de su patrimonio: sus carrozas, sus guardias de corps, sus objetos de exhibición. Creo que si no recuperamos nuestra Historia a través de una institución que en sí misma es Historia, sería mejor que se proclamase una república en la órbita de nuestra poderosa vecina.

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