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José Ibarrola
Jueces y democracia

Jueces y democracia

LA TRIBUNA ·

Lo que ha ocurrido en el caso Marchena es que la dependencia de los partidos en el nombramiento de los jueces se ha mostrado de modo descarado, arbitrario y obsceno

juan josé solozábal

Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid

Miércoles, 21 de noviembre 2018, 00:35

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Los clásicos, hablando de las formas de gobierno, distinguían entre las formas puras y las formas impuras o degeneradas. Lo que distinguía unas de otras era el abandono de la moderación como principio propio de cada una de ellas. Así, la aristocracia se convertía en la oligarquía, la democracia en la demagogia, la Monarquía en la tiranía. Lo que ha ocurrido en el caso Marchena es que la dependencia de los partidos en el nombramiento de los jueces se ha mostrado de modo descarado, arbitrario y, si queremos verlo así, obsceno. Ha hecho bien el juez Marchena desertando, ante el espectáculo de la trama, esto es, del pacto entre los grandes partidos para designar al presidente del Consejo General del Poder Judicial, sin espacio para cumplimentar la exigencia constitucional de la elección de tal cargo por los miembros del propio Consejo. La publicación de los términos del acuerdo de modo torpe apunta en el caso presente a una forma grosera de conducta y señala de modo insoportable una centralidad de los partidos en el sistema político que no puede tolerarse: nuestro Estado con partidos se transforma, degeneradamente, en un Estado de partidos, en una partitocracia.

Las instituciones no son simple correa de transmisión de las formaciones políticas, de modo que puedan quedar instrumentalizadas por estas, o como se dice ahora, colonizadas por ellas, obedientes a su voluntad, adoptada de modo unilateral, sin miramiento o, como dirían los clásicos, sin moderación. Pero en el Estado democrático, conviene no olvidarlo, la intervención de los partidos es fundamental para el funcionamiento de las instituciones. Eso da cuenta de su relevancia constitucional, de donde proceden las especiales exigencias en su creación y actuación del respeto al orden y a los principios democráticos que el Tribunal Constitucional les ha reconocido.

Porque me parece que esto es esencial: la obscenidad del procedimiento seguido en este caso, al habernos enterado del acuerdo acerca del presidente del Consejo y del Supremo cuando todavía no se conocían los nombres del órgano que había de elegirlo, no invalida la razonabilidad de la intervención del Parlamento en la designación de los miembros del Consejo Judicial, y por consiguiente, el acuerdo entre los partidos que ha de sustentar su nombramiento. No conviene olvidar que estamos hablando de un poder del Estado, así lo llama excepcionalmente la Constitución, que no utiliza esos términos tan expresivos ni cuando habla del legislador ni del Gobierno. Y que, por tanto, no cabría entender sin base democrática al órgano de gobierno de tal poder del Estado, que es el Consejo General del Poder judicial.

La implicación parlamentaria en la constitución del Consejo supone la intervención necesaria de los partidos, que no obstante, como es fácil de comprender, requiere ser adecuada, constitucionalmente hablando. Esto depende, en primer lugar, de la necesidad de que el acuerdo parlamentario sobre los integrantes del Consejo que alcance la mayoría exigida no consista en el reparto de candidatos entre las fuerzas necesarias para la mayoría requerida (tres quintos de las Cámaras según el artículo 587 de la Ley Orgánica del Poder Judicial), sino en el consenso sobre nombres sin dependencia partidista o equidistantes. Unos candidatos, en todo caso, aceptados por los grupos que suscriban el acuerdo, que además han de buscar que los aspirantes reflejen la pluralidad del mundo judicial.

Quizás la facilidad para el pacto respecto de los nombres de los integrantes del Consejo sría más fácil si se objetivasen los criterios que han de guiar la actuación de ese órgano judicial respecto de los nombramientos y promociones de los miembros de la carrera en la Justicia, rebajando el margen de discrecionalidad en su actuación. No puede pensarse seguramente en unas decisiones automáticas o exclusivamente técnicas del Consejo, pero sí en un esfuerzo por objetivar los estándares de su comportamiento. Si se lograse esta objetivación decaerían también los motivos por los que los jueces en el ejercicio de su función jurisdiccional pudiesen buscar una sintonía con las afinidades ideológicas de los miembros del Consejo, reforzando así su independencia.

Acabamos de aludir aquí al rasgo fundamental de la Administración de Justicia en un Estado de Derecho. La independencia en el ejercicio de la función jurisdiccional no tiene nada que ver con la posición de la cúpula de la organización de esa Justicia. La independencia de cada juez o magistrado en el desempeño de su tarea significa dos cosas: el compromiso de cada servidor de la Justicia de actuar exclusivamente utilizando la razón del derecho en sus decisiones jurisdiccionales, según su recta conciencia y conforme a una acreditada competencia técnica; y su inmunidad frente a cualquier injerencia, tanto de las fuerzas económicas o sociales de su entorno como especialmente del poder más fuerte del Estado, que es el Gobierno.

Es cierto que el Consejo General del Poder Judicial debe proteger la independencia del juez, como una de sus funciones más importantes. Pero los ciudadanos sabemos que el primer escudo de esa independencia reside en la convicción democrática de nuestros jueces.

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