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Como si el amor solo se hiciera bien en las suites de lujo y no en los cuartos de baño de los bares, una pareja decidió ir a pasar una noche romántica a un hotel donde cada habitación estaba decorada recreando una película. Se decidieron por la habitación Casablanca: él se vistió con un smoking blanco y una mirada a lo Humphrey Bogart, ella se enfundó un vestido de noche dispuesta a decir «El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos» mientras se dejaba caer sobre un lecho inundado de pétalos de rosas y una toalla doblada en forma de cisne. Cuando abrieron la puerta, la ambientación se reducía a un poster de la película colgado sobre la cama doble. Aquello era una mierda. Y ni siquiera «una mierda elegante», que fue como los gemelos Epstein, guionistas de 'Casablanca' junto a Howard Koch, calificaron su propia obra. Tan solo una mierda.

Vamos de una decepción a otra. Paradójicamente, lo único que no te decepcionan son las decepciones, y eso proporciona mucha tranquilidad: asumir que tu equipo de fútbol va a perder un domingo más, que el pantalón que has visto en el escaparate te quedará como a un Cristo dos pistolas cuando te lo pruebes o que el lunes siempre pesarás dos kilos más que el viernes son certidumbres que te dan seguridad, una forma de dominar el futuro porque ya sabes lo que va a suceder. Por eso, cuando algo no sale tan mal como esperabas, incluso tiene el descaro y la poca vergüenza de salir bien, te desconciertas y hasta te mosqueas: toda la vida dedicada a convertir el fracaso en un arte para que luego suceda algo inesperadamente bueno. Más turbador aún que viajar hasta una isla llamada Decepción, perdida en medio de la península Antártica, y que te guste. No hay derecho.

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