Borrar

Interlocutores válidos

Es este un momento crítico de la política nacional en el que la formación de gobierno va a necesitar mucho dialogo

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Sábado, 23 de noviembre 2019, 09:42

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

En estas misma páginas de SUR, el pasado día 20 de noviembre el filosofo Daniel Inneratiy, incluía a España en la categoría de las democracias «iliberales», por su incapacidad para resolver el conflicto de Cataluña. Una cuestión para cuya solución recomendaba «dialogo». Menos mal, pues a casi nadie se le había ocurrido antes esta genial solución.

Es este un momento crítico de la política nacional en el que la formación de gobierno va a necesitar mucho diálogo. Como Innerarity no nos dice nada cómo y de que hay que hablar, me he permito aquí resumir en forma de decálogo algunas premisas que me parecen imprescindibles para que el dialogo sea fructífero.

Primero: Para hablar hacen falta «interlocutores válidos». Debo el concepto a Adela Cortina quien en su libro 'Ética de la razón cordial', lo desarrolla como una condición necesaria para el diálogo. Dialogar exige la aceptación de unas reglas mínimas, las del interlocutor válido, sobre las que se pueda ir construyendo una conversación.

Segundo: Quienes hablan en nombre del pueblo tienen primero que demostrar que tal cosa existe. La palabra «pueblo» aplicada a una comunidad, es la sustitución moderna del concepto de «raza» y tan prepolítica y anticuada como esta. No existe tal cosa como un pueblo (catalán, vasco, o español) solo existe una comunidad de ciudadanos, (un demos), sujetos de derechos y por tanto sometidos al imperio de la ley. Lo demás es barbarie. E igual ocurre con la idea de nación, esa construcción idealizada, que hunde sus raíces en un pasado heroico, en donde habita un pueblo portador de una cultura y unos valores comunes y por tanto políticamente homogéneos. Es por esto que el debate sobre la naturaleza de cada uno de los territorios de España es irracional, prepolítico e intelectualmente prescindible.

Tercero: No existe tal cosa como los derechos históricos. Eso es tan predemocrático o más que la idea de «pueblo». No hay pueblo sin historia. La historia tal vez explique, pero no justifica, los desvaríos del presente. Eso se llama determinismo histórico, cuyos excesos han llevado a la desolación y a la muerte a los países que han caído en el historicismo (Popper dixit).

Cuarto: La identidad nacional es una falacia, como lo es la reclamación de determinados derechos en nombre de las «diferencias». El identitarismo esconde un supremacismo en el que hoy, a «las mosquitas muertas» postmodernas, les resulta insoportable reconocerse. Pero no otra cosa parecen los argumentos de los soberanistas.

Quinto: El derecho de autoderminación es una fantasía postcolonial. Hay que demostrar previamente que se es un pueblo «diferente» y que se es un pueblo oprimido. La autodeterminación de Cataluña es un sarcasmo. La autodeterminación hoy no es sino «la secesión de los ricos» (Ariño&Romero) (Piketty), los únicos que de verdad la están consiguiendo. Algo que al parecer le es indiferente a tanto revolucionario postmoderno e ilustrado. Qué ironía.

Sexto: La democracia plebiscitaria es la enfermedad infantil de la democracia representativa. Solo una comunidad infantilizada puede creer que decisiones tan complejas como la independencia de un trozo de un país democrático se puede resolver con una pregunta binaria e irreversible. En España desde hace 40 años el demos viene bien definido por la Constitución y ese demos se ha autoderminado más de 50 veces en estos años. Ahora lo quieren resolver con un SÍ o un NO. ¿De verdad nos creen tan estúpidos?

Séptimo: La calificación de España como estado fascista es un insulto repetido y gritado por los violentos y por todas las angélicas almas independentistas. Refutar la falsedad del insulto no exige mayores esfuerzos y descalifica moral e intelectualmente a quienes desde las instituciones y las calles de Cataluña lo proclaman.

Octavo: Agotados los insultos, rebatidos los argumentos que justifican el victivismo nacionalista, el argumentario independentista se ha refugiado en las emociones y los sentimientos. «Tú no lo puedes entender porque no eres catalán» excluyendo así de un plumazo a la mitad mas uno de los ciudadanos de Cataluña, a todos los oriundos como el que esto escribe y, por supuesto, al resto del mundo. A esto, popularmente, antes se le llamaba «ombliguismo». Hoy se llama «emotivismo». La falacia de la democracia sentimental la ha analizado magistralmente un malagueño, Manuel Arias Maldonado y al libro con el mismo título me remito.

Noveno: La vociferación de conceptos como «democracia de las masas y de la calle» o «desobediencia civil», es una artimaña para revestir de pontifical el incumplimiento de la ley. Cuando en una democracia alguien se salta la ley, el tercer poder del Estado, los jueces, persiguen de oficio a los delincuentes. La democracia no está por encima de la ley. ¡Eso sí que es fascismo¡

Décimo: Llamar «tsunami democrático» a lo que está ocurriendo en Cataluña no es ni una paradoja ni un sarcasmo. Es un oxímoron. Esa figura retórica de pensamiento que consiste en complementar una palabra con otra que tiene un significado opuesto. Otros, más sofisticados, le llaman pensamiento débil.

Epílogo. ¿Alguien cree que el sr. Torra está dispuesto a negociar a partir de estos puntos? Frente al emotivismo de las masas, frente al apoyo de estos demócratas pusilánimes y circunstanciales que se tornan independentistas cuando, como adolescentes malcriados, «algo no les gusta», frente a la cursilería de una izquierda infantilizada que se ha convertido en la mejor aliada del capitalismo de casino, apoyando a las revoluciones intimistas e identitarias de los ricos, los constitucionalista tienen la obligación de unir sus voces y resistir. Para controlar los desordenes de orden público el estado democrático tienen el monopolio de la fuerza. Frente a la deriva ideológica de quienes desprecian, insultan e intentan destruir el orden constitucional los ciudadanos tenemos la obligación de utilizar hasta el agotamiento la legitimidad moral y argumental que da el pertenecer a un país democrático, pues no se le puede dejar a los enemigos de la democracia el monopolio de eso que ahora se llama el relato.

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Publicidad

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios