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Un par de noticias internacionales. En Milán ya no se puede fumar en la calle a menos que esté claro que no habrá nadie a 10 metros a la redonda de la posición de quien porte el cigarrillo. Hace poco Francia discutió la posibilidad de ... establecer un impuesto a la tenencia de perros, una tasa no pequeña (supera los 100 euros anuales) que ya existe en algunas ciudades alemanas, en Suiza y en Holanda.
A la vista del buen resultado que tuvieron las diferentes leyes antitabaco españolas que llevaron a la prohibición de fumar primero en el trabajo, en 2005, y después en todos los locales públicos de ocio en 2011, quizás fuera interesante darle una vuelta de tuerca a la normativa y caminar en la dirección milanesa, que primero probó con la prohibición de fumar en paradas de autobús, parques, zonas de juego infantil o las gradas de instalaciones deportivas. Y es que en España, de acuerdo con la última Encuesta sobre el Alcohol y otras Drogas (EDADES 2024), publicada hace pocas semanas, el porcentaje de población que dice haber consumido tabaco en los últimos doce meses es de un 36,8%, la proporción más baja desde que comenzó a hacerse el estudio, en 1997, cuando ascendía al 46,8%, mientras que el consumo ocasional de alcohol, sustancia sobre la que no se han aplicado limitaciones, se mantiene básicamente estable.
Se puede alegar que en la prohibición del tabaco choca el principio de la libertad individual con el deber y la necesidad de preservar la salud pública -que en el sistema acordado en la sociedad española pasa por una sanidad de cobertura universal y sufragada por impuestos progresivos-. Pero incluso quien cuestione este último modelo y abogue por la libertad del fumar y la de proveerse de su propio seguro de salud privado se las tendrá que ver con otro choque de libertades: la suya de liar el cigarro esperando que cambie el color del semáforo, a la puerta del hospital, comiendo en una terraza... con la de los demás de respirar aire limpio y no humo de una sustancia tóxica. «Más contaminan los coches», pueden espetar. Sí: de ahí las medidas de restricción del tráfico rodado y la apuesta por ciudades cada vez más verdes.
La segunda cuestión genera más dudas: una tasa es, por definición, no progresiva, es decir, se paga lo mismo independientemente de los ingresos con que se cuente. Así que tener un perrillo de compañía le costaría lo mismo a un hogar humilde que a uno rico, a un abuelillo que busca mitigar su soledad que a un propietario de un chalé que quiere un animal que lo guarde.
En todo caso, como sucede con el tabaco, lo de los canes en las ciudades está comenzando a tratarse también de una cuestión de salud pública (como lo ha sido siempre la del tabaco, al menos desde que se demostró la ligazón de su consumo con las enfermedades respiratorias): caminar por ciertos barrios de Málaga -y de toda España- es sinónimo de ir esquivando excrementos de animales y, sobre todo, de observar cercos de orina alrededor de todo semáforo, señal de tráfico, papelera, farola, esquina y rincón. Caminamos entre cientos de váteres caninos. Los humanos que en noches de melopea imitan esos comportamientos se enfrentan a multas. Y seguro que se mira raro si en un apuro una madre o un padre cambia el pañal a un bebé en un banco de la calle -ya pasa por menos de eso: cuando una madre da el pecho a su bebé en público-, pero ya estamos más que acostumbrados a ver a las mascotas haciendo sus necesidades donde pillan.
Esta situación, por tanto, es cuestión de salud pública. Implica la necesidad de más limpieza en las aceras y de mayor dotación presupuestaria para este fin. Quizás una tasa no sea la manera más justa de lograr la financiación adicional necesaria. Siempre es mejor buscar ingresos progresivos. Pero, sea como sea, es algo en lo que hay que comenzar a pensar en serio.
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