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No voy a entrar en el usual maniqueísmo de buenos (palestinos) y malos (judíos). No voy a simplificar un conflicto de siglos -incluso más siglos ... de los que ustedes, tan versados, se imaginan-, ni a manifestar otra vez mi decepción por la quiebra -degradación- de los principios del derecho internacional público y de las leyes que emanan de sus organismos y tribunales que por hacer no hacen más que acumular resoluciones fallidas, ese silencio cómplice que enmascara la no obligatoriedad de las naciones y la papiroflexia de los convenios firmados en ciudades frías y desangeladas donde se rubrican falacias. Llegados a este punto tampoco me interesan las altas conspiraciones, mentiras, envenenamientos, dobles agentes diplomáticos, dinero sucio, morbo sexual o sexo explícito en las tramas de espionaje..., a estas alturas nada de eso me importa, por cierto, ya he escrito varias novelas acerca de la vida privada de los países y no quiero engrosar la trama celeste de otra buena novela -no eran como las de Graham Green, pero eran buenas, me cachis, a pesar los desmemoriados de élite, garrapatas succionadoras que, paradójicamente, ayudan a que los españoles lean cada vez menos-.
Pero lo que no puede comprender mi laxa comprensión -no pueden imaginarse qué gimnástica moral practico todos los días- es la crisis humanitaria que están sufriendo los palestinos, la militarización en el reparto de alimentos, la continuación de los bombardeos indiscriminados, la deriva maquiavélica de las informaciones: la hambruna. Desde mi punto de vista Netanyahu no representa a un pueblo que ha sido, a lo largo de la Historia, escarnecido, perseguido y atacado por su esencia nómada y su don para la usura, incluso el gran Shakespeare en 'El mercader de Venecia', reduce a «una libra de carne propia» el objetivo de Shylock, cuando, en realidad, Netanyahu va pareciéndose, hoy por hoy, más Herodes que a Shylock, pero, claro, todo sirve para destruir al enemigo, incluso los campos de exterminio.
En el drama palestino se ha unido el fanatismo terrorista, la estrategia letal de Hamás, y la deriva de un país que fue incapaz de creerse un futuro sin utilizar el ojo por ojo y el diente por diente. Para colmo Hamás ve ahora con recelo la ayuda humanitaria y no defiende a la población palestina sino a su propia estrategia anegada en sangre. Creo firmemente que todos los palestinos no son Hamás, ni todos los israelíes comparten el ideario de aniquilación que impone Netanyahu gracias a la inacción de la Comunidad Económica Europea: un continente otrora poderoso y hoy, víctima de sus contradicciones. Entiendo que los escudos humanos ya están muertos y yacen apilados en una pirámide que clama al cielo. ¡Frenen esta guerra!
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