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Yo ya no sé si soy feminista amazónica, liberal, disidente, radical o factual. Feminista celulítica, en todo caso. Porque si hay que ponerle un adjetivo al feminismo, ese es el que mejor me define y el que peor llevo. Así me va, viviendo en la esquizofrenia permanente de intentar aceptarme tal y como soy mientras pincho en artículos que me dicen cómo alisar unos muslos con más cráteres que Lanzarote. El sistema, que me trastorna, me enajena y me perturba. Habrá que seguir luchando contra él para dejar de luchar contra una misma. Y luego no quieren que bebamos.

Lo que sí sé con seguridad es que se puede ser feminista con celulitis o con piernas de gacela, con chándal o con tacones, con el pelo alborotado o con alisado japonés, a cara lavada o maqueada como una puerta, que cada cuala es cada cuala y que yo no salgo de casa sin echarme una raya al ojo. Discutimos por los apellidos, vale, pero estamos de acuerdo en el nombre, en lo esencial. Y lo esencial es que el feminismo es una cuestión de sentido común: la igualdad entre hombres y mujeres. Exigir que esa igualdad sea real también lo es, que aún nos queda mucho camino para alcanzarla: todavía hay unos cuantos que quieren que desandemos lo andado, ya lo manifiesten en público, soltando eructos delante de un micrófono, o en privado, cuando se les cae la piel de cordero al sentirse cómodos y desahogados. Por eso hay que seguir. Aunque se empeñen en dividirnos, aunque sigan juzgándonos, aunque pretendan desactivarnos diciéndonos que todo está conseguido, que nos quejamos de vicio, que no tenemos ningún problema, que aquí no hay machismo, que vaya turra que estamos dando con el tema. Y la que os queda, amigos. Seguimos para bingo.

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