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Fábula del sapito

Con una fe ciega en la providencia, divina o no, hemos ignorado que los recursos de la Tierra son limitados y que la pérdida de estos recursos es irreversible

FEDERICO SORIGUER / MÉDICO. MIEMBRO DE LA ACADEMIA MALAGUEÑA DE CIENCIAS

Domingo, 25 de marzo 2018, 10:43

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La próxima guerra mundial será sobre el agua, dicen quienes como los buenos economistas son expertos en predecir el pasado. ¡Es la geografía, estúpido!, dicen los geógrafos que siempre han tenido los pies en la tierra, por eso son geógrafos y no astrónomos. Hay sitios donde llueve y sitios donde no, o lo hace escasamente. Así es la lluvia. No hay que ser tan listo. ¡Es el antropoceno!, dicen todos los que habiendo encontrado un nombre nuevo para un viejo problema se sienten liberados de buscar soluciones. Sin aire solo se sobrevive unos minutos. Sin agua, unos días. Sin comida, un par de meses. Hoy cuando aún el problema del hambre en el mundo no se ha resuelto el aire comienza a ser irrespirable en algunas ciudades y está el asunto del agua, del que hoy hablamos porque llueve. Demasiada gente, demasiado consumo, demasiado despilfarro, para tan poca agua.

Por aquí en el sur, tan cerca del desierto, cada vez que deja de llover nos estresamos. Es el estrés hídrico, un nuevo síndrome bien conocido en las plantas pero poco aún en los humanos. Uno termina con el corazón en un puño cada vez que escucha a hidrogeólogos, ingenieros, botánicos, geógrafos, hablar sobre el agua en los debates de la Academia Malagueña de Ciencias. Saben de lo que hablan. Llevan razón cuando denuncian que solo nos acordamos de San Pedro cuando truena. Las sequías hay que solucionarlas cuando llueve, dicen con la razón del gato escaldado. Hoy llueve y de nuevo todos respiramos aliviados. Mañana será otro día. Pero no hay vida sin agua. Ni hay calidad de vida sin calidad del agua.

Un hombre de 70 Kg si lo exprimimos obtenemos de él unos 45 litros de agua. Y en un recién nacido casi el 80% del peso de su cuerpo es agua. Eso somos. Una solución acuosa de polvo sideral al que la evolución le ha dado un poco de complejidad y un mucho de misterio metafísico. Por eso aunque esté raso estamos casi siempre en las nubes y por eso no acabamos de creernos lo de la sequía. Al final siempre llueve, dicen los optimistas. Como ahora que no para de llover. Cinco, seis días seguidos, ya, cuando escribo esta Tribuna. ¡Cómo no alegrarnos de que llueva! ¡Cómo no sobrecogernos con la falta de lluvias! Pero hoy llueve y es lo que importa y de nuevo respiramos hondo y sentimos que nuestros sentidos se hidratan.

Hace muchos años un prestigioso biólogo andaluz andaba por Doñana en los meses de lluvia y se encontró con un sapo viejo y enorme. Lo metió en una bolsa, lo fotografió, lo pesó, lo midió y le dio un beso que es lo que hacen los biólogos en los cuentos con los sapos, antes de que se conviertan en príncipes o princesas. Unos meses después, en pleno agosto, en la Subbética, oyó un ruidito en el interior de su viejo 4L amarillo. Su mirada atenta descubrió debajo del asiento una ranita. No tardó mucho el joven científico en relacionarlo con el viejo sapo de Doñana que había viajado escondido en su coche por todas las sierras y desiertos andaluces y que para sobrevivir a la canícula se había enjugado hasta hacerse casi irreconocible. Bastó echarlo en una charca para que se esponjara, recuperando su impresionante aspecto.

De nuevo me he acordado de esta historia ahora que llueve, porque a muchos nos pasa como al sapo de Doñana. Menguamos cuando llueve y nos expandimos con la lluvia. Pero es solo psicológicamente pues no tenemos los recursos para sobrevivir que tienen los sapos. Solo unos días sin agua aguantamos. Pero tiene que ser, además, potable. Hubo un momento, quizás hace 100 quizás 200.000 mil, quizás más (ahora que nuestros antepasados neandertales de Ardales están comenzando a hablar), cuando los homínidos comienzan a ser humanos, que la aparición de la cultura cambia el ritmo de la evolución humana. Ya nada volvería a ser igual. En vez de adaptarse al medio como hacen aún el resto de las especies, los humanos comienzan a adaptar el medio a sus necesidades mediante la tecnología. Un centauro ontológico le llamó, con razón, Ortega. Al principio el equilibrio debió mantenerse pero los humanos se convirtieron pronto en una especie insaciable. Nunca bastante ha sido suficiente. Y no nos ha ido mal hasta ahora. Al menos a algunos. Al menos como especie. Pero todo tiene un límite.

Con una fe ciega en la providencia, divina o no, hemos ignorado que los recursos de la Tierra son limitados y que la pérdida de la calidad de estos recursos es irreversible, algo tal vez disculpable en nuestros abuelos pero imperdonable para el hombre de hoy, pues es algo que se conoce desde que Clausius y Boltzmann en el siglo XIX desarrollaran las leyes de la entropía. Y de todos los ciclos de la naturaleza el del agua es de los más frágiles. El agua es un regalo del planeta Tierra sin la que no hubiera sido posible la vida. Discurre por el interior de nuestros cuerpos como lo hace por los ríos subterráneos que van a parar al mar y de allí vuelta a empezar. No ha sido otra cosa desde el comienzo de los tiempos. Pero los ciclos parecen estar cambiando.

Somos demasiados y no tenemos límite para nuestras necesidades. Toda la esperanza, ahora, como siempre, la tenemos puesta en la tecnología. No hay alternativas. Como la gravedad, la tecnología nos mata pero también nos salva. Pero deberíamos ejercer la virtud de la prudencia esa que ya Aristóteles equiparaba a la inteligencia. Parece el destino de los humanos vivir siempre al borde del abismo. ¿Es que no hemos aprendido nada de los sapos? Al fin y al cabo ellos ya estaban aquí cuando nosotros llegamos. Y, probablemente, seguirán estando si faltamos.

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