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Francisco J. Carrillo
ACADÉMICO CORRESPONDIENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CIENCIAS MORALES Y POLÍTICAS
Sábado, 17 de mayo 2025, 02:00
Una habitación iluminada en la Casa Santa Marta del Vaticano. Una cama austera en la que reposa Francisco, cansado y débil. Un testigo le coge ... la mano para transmitirle contacto humano. Francisco está sosegado y tranquilo. Últimos santos óleos. Muy bajo en intensidad, pide que la luz se apague. Se enciende una luz de penumbra. Francisco es consciente del tránsito en el que cree, tantas veces por él predicado. En esa creencia, con serenidad, susurró «en tus manos me encomiendo». Entró en coma y expiró con el espíritu pleno de vida y la mirada interior puesta en la Casa del Padre, porque un día, libremente, había optado por dar un salto en el vacío al que su razón le llevó a intuir la fe.
Era creyente de referencia para mil cuatrocientos millones de católicos desparramados por el Planeta. Esa fe que la razón le llevó a impulsar su vida de entrega ejemplar a los más desfavorecidos, a sus periferias existenciales, y a los ricos sobrios porque él sabía, por sus lecturas evangélicas, que «Dios todo lo puede». Francisco era inclasificable con los instrumentos de las ciencias sociales y de los políticos de carrera. Pretendieron encasillarlo de un lado y de otro con los lenguajes partidistas, con la semiótica de las ideologías. Y aquí se hizo el error. Empeñados en descubrir el carné de su militancia, pocos advirtieron que el comportamiento civil de Francisco solamente se inspiraba en los principios y en los valores evangélicos de fraternidad, de solidaridad, de justicia y de paz, resumidos en el «amaos los unos a los otros» y, para los creyentes como él -que a través de la razón dieron el salto en el vacío para caer en la fe-, también el «amar a Dios sobre todas las cosas».
Un Dios que es el Totalmente Otro. Que es imposible de descifrar con la inteligencia. Que se mantiene en el Misterio. Que podría haber creado inmortal y eterno sobre la tierra y los universos, desde el inicio de los tiempos, al humano que lo limitó con la muerte junto a una indemostrable esperanza de resurrección. Que lo colocó ante el dilema del bien y del mal. Francisco lo sabía muy bien. Se le intentó enmarcar con los criterios de un programa político. Que si viaja a Cuba (que también lo hicieron Juan Pablo y Benedicto), que si va a Mongolia en donde sólo hay mil quinientos cristianos, que si va a Lampedusa para tocar a los migrantes, que si va a las cárceles, que si recibe a liberales, comunistas, iliberales y a monjas de la Madre Teresa, etcétera.
Y siquiera se rozó lo fundamental: en la dialéctica entre el bien y el mal en el mundo, Francisco optó por el bien con los instrumentos de los principios y los valores evangélicos para inculcarlos en el presente histórico de la humanidad en marcha. Y esos principios y esos valores son de una gran exigencia.
Lanzó mensajes a sus propios evangelizadores para que huelan a ovejas, para que salgan de las sacristías y vayan al encuentro del otro, en primer lugar, de los descartados, barriendo en su propia casa, la Curia vaticana, la prepotencia del clericalismo, extendiendo el Mensaje a creyentes y no creyentes sin la imposición del proselitismo. Mantuvo gran firmeza contra los abusos sexuales, la simonía, las corruptelas, la burocratización del aparato eclesial, la comprensión de la diversidad en el mundo y de las personas. Corrió un tupido velo en su hoja de vida personal, en sus estudios teológicos en Alemania, en sus escritos y cargos de responsabilidad previos a su pontificado. Cercanía, hombre de terreno, bondad, espontaneidad, asumiendo errores que comete todo el mundo. Evitó que lo enfrascaran en vida con formol.
Bien sabía que creer es optar libremente por la fe y que no tenía ningún sentido sin el ejemplo de vida personal. También sabía que los sanos no necesitan del médico (muy evangélico). Esto le llevó a mirar a los ojos de los más débiles, de los presos, de lo emigrantes, de los enfermos, de los descolocados. Para Francisco la tierra es la casa común que hay que conservar, mantener, sostener. Y entre sus prioridades, la paz que es obra de la justicia, clarividente él al decir que atravesamos por una tercera guerra mundial fraccionada con más de cincuenta conflictos bélicos y con una violencia real o simbólica latente en las sociedades y en las relaciones entre personas.
Abrió muchos surcos de paz y de concordia con su ejemplo personal y con su mensaje solidario, sin poseer ni batallones ni tanques blindados. Fue el faro ético y moral en un mundo plagado de tensiones, entrando en la era digital, en donde la revolución de la Inteligencia Artificial puede traer mucho bien o mucho mal para la humanidad.
De ahí, la importancia que dio a los valores universales y a los principios transversales para, asumiéndolos en las pautas de comportamiento personal, la especie humana esté preparada, en la unidad, para hacer posible una evolución espiritual y tecnológica al servicio de la dignidad de cada persona y de un mundo menos desigual y más pacífico. Francisco expiró poniendo su espíritu en las manos del que él creía con su corazón y con su razón, el Totalmente Otro.
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