El exceso de lujo, la falta de belleza
Quizás el reto sea conseguir que lo ordinario, lo cotidiano, albergue cada vez más rincones y experiencias extraordinarias
Nos tenemos que posicionar como destino de lujo. Está frase, que ya huele a manida, a sobada, a mantra, es constante en foros de turismo, ... en debates con políticos, incluso en campañas electorales en boca de la izquierda. No queremos a los que llegan con el presupuesto ajustado para la compra del Carrefour Exprés, parece ser. Pero vayamos al lujo. A tratar de entender qué es. Para muchos, el lujo se ha convertido ya simplemente en tener tiempo de desconexión. De descanso. De prescindir del móvil, de poder vivir sin wifi, no tener necesidad de subir a las redes el último plato incorporado al menú del restaurante de moda. La posibilidad de estar ilocalizable. Ese lujo de lo raro, lo extraordinario. Ese lujo no requiere ninguna infraestructura. Puede ser que le sobre alguna, de hecho. Podría estar en un hotel adaptado al paisaje en los montes de Málaga, en una piscina bajo los pinos, con la posibilidad de iniciar caminatas por senderos desde allí, viendo el mar entre las copas, justo en ese preciso momento en el que el agua, plato, se torna color plata y se confunde en el horizonte. Ese mar que puede surcar un crucero de salida, con familias agradecidas a ese plan que es sencillo, no se elige dónde cenar, no se pelea nadie por dónde comer. Pero ese turismo no lo queremos. Preferimos otros cruceros, pequeños, con velas, madera barnizada, cocinero de ceviche peruano. Queremos megayates de multimillonarios tecnológicos, futbolistas de Champions, príncipes del Golfo. Quieren.
Si hacemos una búsqueda rápida de los mejores destinos del turismo de lujo es habitual que aparezca la costa Amalfitana, con enclaves protegidos por la Unesco, convertido el organismo de la ONU en proveedor de una etiqueta de calidad suprema respecto al patrimonio. Por eso el Ayuntamiento debería intentar ponerse a trabajar para conseguirla para el monte Gibralfaro y la calle Alcazabilla, como pidió el pleno municipal. La preservación, el mimo, el cultivo de una identidad histórica, que en el caso de Málaga se remonta a los fenicios, debería ser piedra angular de la estrategia para posicionarnos como destino apetecible del turista en las antípodas del que se despide de su soltería disfrazado y borracho. Los viajeros que aprecian el patrimonio mundial lo hacen por cierta cultura, afán de conocer, de aprecio de un legado que tiene en el Mediterraneo los episodios más ricos de la civiización occidental, esos que se podrían contar bien en un centro de interpretación en la plaza de la Merced, con un montaje audiovisual potente sobre la historia trimilenaria de Málaga. Un contenedor, además, donde poder exhibir el importante número de documentales que ya existen o están por hacer de personajes universales, más allá de Picasso, desde Ibn Gabirol a Bernardo de Gálvez.
El Mediterráneo son olores y colores, es llenar las calles de jazmines, de buganvillas, de agapantos, romero y plumbago, de plumarias, naranjos y cipreses. De belleza. Porque el lujo también es eso, como ha sabido ver Gonzalo Fernández Prieto, propietario del Museo del Vidrio, recientemente ampliado con un gusto exquisito, en un barrio, Fontanalla, que se va contagiando de ese afán por lucir mejor, con macetas y muros limpios de grafittis. El lujo es tener magnífco servicio, amable, con idiomas, que sepa indicar donde siguen sirviendo desayunos con mollete, aceite excelente y tomate del valle del Guadalhorce. También es tener la sensación de que se pasea por una ciudad civilizada y amable, en la que los que vienen aprecien los maravillosos souvenirs de Temporánea, esa tienda recién abierta en calle Santos y apenas haya demanda de un imán con la palabra Málaga en unas tetas.
¿La oferta condiciona la demanda o es al revés? La pregunta del millón. Es un equilibrio delicado
Por supuesto que hay quien pueda tener otra concepción de lujo. Hace unos días, abrió en Marbella un club de playa con colchonetas en las hamacas y sombrillas con enormes logos de una marca italiana de ropa. Seguro que, cerca, hay piscinas sin borde, rodeadas de espectaculares mujeres sin curriculum en Linkedin que esparcen burbujas de botellas de champán de miles de euros. Ese es un lujo, además, que no para de crecer, pese a todas las crisis. Cada vez hay más millonarios nuevos que necesitan reafirmarse con logos, con parejas despampanantes, que dejan mucho dinero a la industria de la cosmética. Está bien que haya ofertas distintas.
Hace unos meses, en una furgoneta cerca de las plumarias de la plaza de Alfonso Canales, se almacenaban losas de barro de Vélez de una firma, todobarro, que ha conseguido que se vuelva a apreciar ese material desde el Marbella Club a hoteles de Ibiza. Porque la artesanía es un lujo, como bien sabe Pablo Paniagua, el decorador malagueño que trabaja en proyectos en todo el mundo. Antes de irse, nos dejó la decoración de la heladería Mira en el callejón de Andrés Pérez, una exquisitez que recuperó los artesonados de la farmacia Laza. O ese lujo artesano que es taller Piccolo, de una pareja de arquitectos que diseñan y hacen muebles, bolsos y bisutería. Sin necesidad de grandes logos. Lujo es «fuera de lo común» también y eso es lo que hacen ellos y los artesanos que, por ejemplo, trenzan el esparto de esas cabezas de Temporánea, de esos bolsos con piel que se venden en La Recova, ese bar del centro con cola para degustar una rebanada de pan cateto en una mesa rodeada de artículosface de almoneda.
¿La oferta condiciona la demanda o es al revés? La pregunta del millón. Es un equilibrio delicado. ¿Trae el mismo viajero el Castillo de Santa Catalina, en lo alto del Limonar, que una torre en el puerto con un diseño que la podría situar en cualquier enclave del mundo?
El lujo es lo extraordinario y lo excesivo, según su etimología. Quizás el reto sea conseguir que lo ordinario, lo cotidiano, albergue cada vez más rincones y experiencias extraordinarias por su huida del feísmo y la ostentación de lujo. Que debe existir. Pero no tiene por qué ser aquí. Por eso conviene reflexionar cada vez que digamos «destino de lujo». Sombrillas de logos dorados, conciertos de primeras figuras de la música clásica en Gibralfaro.
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