La etiqueta
Israel, Hamás, Hezbolá, la ONU, la UE, Estados Unidos, Rusia, Irán y la Liga Árabe. Nuestro pan de cada día. De pronto, Ucrania vuelve a ... estar donde estaba. A millones de kilómetros, en otro planeta. Ahora todos vivimos en Israel y tenemos un pie en Gaza, entre las bombas y los niños ensangrentados que se bambolean inconscientes entre los brazos de un vecino apresurado y lloroso. Y todos opinamos. Todos formamos el gran coro griego que apoya o desaprueba las palabras de un político o de un politicastro. Opinan los que llevan años estudiando el conflicto y los que acuden a una manifestación portando una bandera palestina al lado de una bandera LGBT, sin saber que los palestinos condenan y encarcelan a los homosexuales. Poco importa. Lo que vale es el eslogan, la etiqueta. Y por desgracia en estas cuestiones, la caricatura.
No es asunto exclusivo del conflicto de Oriente Medio. También el ámbito nacional está marcado por el trazo grueso y rápido. Con los políticos al frente. No es producto de la irreflexión, sino la irreflexión convertida en táctica. Un modo de hacer política. Este es el cálculo: «Reflexionar no sirve. Hay que usar el mensaje corto.» La etiqueta que identifica. Lo que haya en las capas inferiores de la etiqueta no sirve como herramienta inmediata. Y por tanto, no importa. Se puede denostar a un personaje, a un país, una ideología sin necesidad de recurrir a otro argumento que a la propia intención de derribo. Algo de esto contaba Philip Roth en «La mancha humana», una novela sobre el bulo, la mentira y el veneno de lo políticamente correcto. Allí se veía cómo la mera acusación es en sí misma una demostración.
«No se requiere ninguna lógica ni razón fundamental. Solo se requiere una etiqueta. La etiqueta es la prueba». Esa es la dinámica en la que estamos sumidos. De ese modo no extraña que en los debates electorales un candidato y otro ofrezcan datos contradictorios y los defiendan con la misma vehemencia. Lo único que importa es el mensaje. No la verdad, sino la verosimilitud. Una verosimilitud que será defendida a capa y espada por los correspondientes hooligans. Desde la punta de la pirámide a la base. Ese es el maná tóxico que cae del cielo político cada día. Cae como una lluvia mansa. De aguas residuales, podridas. Y cae mientras en Gaza y en Israel caen bombas. Con la misma inclemencia. Tanto sirve esa lluvia para hablar del catalanismo como del terrorismo islámico o de la perversidad del sionismo. Una lluvia que sale por boca de una ministra o de un presidente autonómico y es recogida en los abrevaderos de una ciudadanía adepta, adoctrinada para la etiqueta.
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